En esta nueva entrega de Louis Garrel, presentada en el festival de Buenos Aires, la pareja conformada por Abel y Marianne descubre que su hijo Joseph, de 13 años de edad, ha vendido sus objetos más preciados sin previo aviso. Pronto se percatan de que él no es el único, pues cientos de niños de alrededor del mundo se han unido para financiar un misterioso proyecto ecologista en África.
Esta pequeña incursión de Garrel en el fértil pero denigrado terreno de la comedia confía en la cámara en mano para transmitir lo que quiere. Pocos son los andamiajes que necesita para aguantarse a sí misma, pues apenas se extiende setenta minutos y va directa al hueso, con un optimismo contagioso pero también con un sano y disimulado anhelo de denuncia.
Una película de más presupuesto sobre esta temática supondría recrear grandes escenarios de protesta o emplear un mecanismo de imágenes que dialogasen entre sí para enhebrar meditaciones profundas. Sin embargo, Garrel opera desde el minimalismo cotidiano, en lo que bien podría ser el primer episodio de una serie televisiva con matrícula francesa. El tono abraza una ligereza narrativa para esquivar adocenamientos y paternalismos, conservándose hasta las escenas finales, que son momentos en los que parece que la película especule allende sus propias fronteras. No es trivial que puedan rastrearse más cuestiones intrínsecas, desde la interculturalidad como garantía para la convivencia hasta los dilemas de la brecha generacional. El guión juega a caer en la obviedad para volver a levantarse con algún gag inspirado, como la discusión inicial, que seguramente es la escena mejor resuelta desde la puesta en escena.
No es muy frecuente ver a Louis Garrel reírse en sus películas, pues su físico, facciones y su faceta interpretativa acarrean los últimos estertores de lo que antaño fue la ‹Nouvelle Vague›, caldo de cultivo para el lucimiento de la intelectualidad cinematográfica de la modernidad. No obstante, esto no le priva de tantear el humor como vehículo para enviar un mensaje, y con más razón cuando el mundo se lame las heridas tras una pandemia mortífera. Se puede pensar en Petite Tailleur como el film en el que Garrel asumió su herencia cultural al tiempo que renunció a ella y empezó a buscar su propia voz, trabajando un blanco y negro asociado a sus antecesores.
Huelga decir que la pericia del recientemente fallecido Jean-Claude Carrière en el guión le permite al director-actor explorar caminos creativos, refrescantes sobre todo en lo relativo al tono de sus últimos films, deudores de la comedia romántica a la europea.
Por otro lado, la presencia de Laetitia Casta en el papel de Marianne también proporciona ciertas nociones de equilibrio narrativo, y si pensamos en la faceta de Louis Garrel como narrador audiovisual podemos intuir que cada vez se ve más capaz de transmitir naturalidad a través de relatos cortos, con el objetivo de rescatar gestos y dinámicas actorales para hacérselas suyas y escapar de la sombra del padre.
Sea como sea, Greta Thunberg ya tiene una película para proyectar en sus actos, porque el cineasta plantea una modesta y más que evidente reflexión, casi a modo de comentario o panfleto, sobre el cambio climático y los perjuicios del etnocentrismo, atravesado por unas pinceladas hilarantes que se canalizan a través del diálogo y el gesto actoral. El film también permite ser interpretado como un tímido llamamiento a los más jóvenes para que adquieran conciencia y sensibilización hacia la incierta realidad del globo.