Nueva Zelanda como territorio inexplorado del drama personal, de la crueldad injustificada ante una vida errante. James Ashcroft debuta en el largometraje con Atrapados en la oscuridad (Coming Home in the Dark), una canción triste envuelta por la esquiva tradición de crear el shock en el espectador para afianzar su mensaje. La oscuridad que propone es atmosférica y asfixiante, sin querer dejar por ello de lado una intencionalidad en su relato, un abismo directo al pasado de los implicados que para unos ha sido motivo de seducción y para otros una piedra en el camino que altera su extraña belleza.
Su primer largometraje, sí, pero no la primera historia que reproduce. En esta ocasión fue un relato corto del escritor “kiwi” Owen Marshall, pero en 2016 quiso dar rienda suelta en la pequeña pieza Calliope Bay, inspirada en uno de los capítulos de la novela Sydney Bridge Upside Down de David Ballantyne, una comparativa crucial, pues Ashcroft parece imbuido por su tierra, su entorno, esa Nueva Zelanda de cielos claros y noches abruptas, y a la vez maravillado por el drama inesperado, el trauma casual, esa sensación de vivir una experiencia solo por encontrarse en un lugar concreto, pero no en una situación deseada.
Lo cotidiano llevado al exceso.
Calliope Bay dura apenas 9 minutos, pero experimenta con la inmensidad de una ciudad y la extrañeza de un personaje perdido en sus calles. Sin apenas diálogos, se sirve de sus imágenes para conectar con la búsqueda de un joven, uno que llama puerta tras puerta en busca de su desaparecida madre. La pericia de James Ashcroft es llevar una historia plena al detalle, a un pasaje concreto y a la vez que propone una interpretación libre y abierta, enfatizando el entorno para darle fuerza.
El joven camina, observa, mantiene una escrupulosa búsqueda que solo es capaz de inspirarnos caos y abandono. Amanecemos en una ciudad amable, con todo tipo de posibilidades, pero en su avance se va tornando osca, decadente y superficial, hasta ese instante en el que todo se enfoca al golpe inesperado, al acecho del hombre siendo su peor enemigo, cuando los monstruos cotidianos reciben el mismo trato que los inocentes que con ellos se cruzan.
El director es solidario con la ambientación. Dentro de su fascinación por Nueva Zelanda, dota de una personalidad única a sus calles y los espacios que este hombre visita. Todo parece amplio, un abismo en el que insertar esa idea de búsqueda imposible, de espacio que nunca será capaz de abarcar. En cambio, cuando se fija en el joven, es cercano, casi intrusivo. Siempre planos muy cercanos a su rostro, sus piernas, su espalda, a sus labios susurrantes. Pareciera que, en silencio, quiere hacernos entender la psique de su protagonista, algo tan improbable como ese fortuito encuentro. De sus ojos pasamos a observar a aquellas mujeres que cruzan sus pasos con él, vaporosos vestidos que inspiran el recuerdo de algo perdido, para que Calliope Bay fluya en un estado de incógnita y falsa esperanza, un thriller bien armado y lleno de preguntas que aprovechan esta corta experiencia para validar el vacío de su respuesta.
Llega la noche y ahí se carga de oscuridad la experiencia propuesta, dando pie a consolidar la idea que propone su primer largo, el apreciado shock que deja al espectador en un estado de desamparo sin saber quién es el personaje que realmente debemos atender o tratar de comprender, y cuán turbias pueden ser sus intenciones. Si James Ashcroft consigue insuflar a sus historias la misma incertidumbre que consigue con sus ambientes, será uno de esos objetivos que seguir de cerca.