El ensayo escrito por Paolo Cherchi Usai titulado La muerte del cine plantea que por cada filmación que se hace, cada película, hay millares que desaparecen para siempre. Esta hipótesis tiene que ver más con la conservación física o digital del patrimonio cinematográfico. En el caso del cortometraje Farrucas se puede hablar de una película originaria —Farruca— que progresa y evoluciona hasta ser la que conocemos actualmente, Farrucas. No se trata de una desaparición del corto anterior pero sí es interesante apreciar cómo eliminando el primero surge algo mejor. Tal vez este proceso de corrección y creación nueva desde otro enfoque, resulte agotador para sus autores, sin embargo el resultado final es satisfactorio al producir un cortometraje muy sólido que aprovecha y engrandece su marco temporal con tres localizaciones, además de la relación entre las cuatro actrices y amigas.
Durante una tarde cuatro jóvenes celebran el cumpleaños de una de ellas. Afrontan la mayoría de edad con la incertidumbre de no saber si podrán seguir estudiando una carrera o tendrán que trabajar. O, peor todavía, esquivar la costumbre atávica de que les busquen novio. Pero todo sucede con naturalidad, celebrando el momento, bailando como cantan ellas:
«Porque no eres la única.
Porque la Suki sale a bailar.
Porque lo haces fenomenal.
Su cuerpo se mueve como una palmera.
Suave, suave, su-su-suave»
Ian de la Rosa evoluciona como director en este segundo trabajo, mientras que Víctor XX, siendo una ópera prima muy interesante, obedecía más a la ruta impuesta por un guión bien escrito, dirigido e interpretado, planificado por el ritmo y duración de los encuadres. Pero Farrucas engancha por la libertad que respiran sus secuencias. Esta ligereza la logra pasando de un punto de vista más personal, que fue casi subjetivo en el caso del primer corto, y el enfoque de la historia de las amigas sigue al inicio a una sola de ellas. Luego la une con otras dos, rebuscando entre bolsas con ropa depositadas en un descampado para encontrar un regalo, hasta que las cuatro celebran juntas la fiesta. El paso de un protagonismo individual al colectivo es tan suave como ágil. El cine social se destila en un costumbrismo cercano, familiar y empático hacia el grupo de chicas, por lo que se destierran panfletos o texturas de reportajes televisivos. La producción emplea todos los recursos sonoros, ya sean diálogos, música o ese rumor callejero del Puche, barrio en el que residen. También cuida la dirección escénica sin maquillar los interiores de la casa ni los exteriores callejeros.
Por supuesto que los aciertos del cineasta radican en soluciones como el plano subjetivo desde un espejo, mientras las jóvenes miran directamente a la cámara con una mirada observadora que capta la naturalidad, sin impostura. La virtud de rodar un cine social que no necesita subrayados ni panfletos, solo acciones de los personajes y un punto de vista atento a sus vidas.
Por si fuera poco el retrato resulta de lo más feminista ya que las amigas no hablan de chicos, novios o cursilerías, sino de sus aspiraciones profesionales. De la oposición a una herencia patriarcal de raíces marroquíes por las que intentan concertarles unas parejas con las que casarse. De hecho, incluso los teléfonos móviles los emplean con un sentido práctico cuando salen a la calle y los usan como linternas, debido a la escasa iluminación de sus calles.
Con alegría vemos cómo el corto pasaría un test de Bechdel ya que son más de dos chicas las que hablan entre ellas, pero no sobre hombres. Lo de «farrucas» más que por altanería o chulescas, las caracteriza por ser dignas, fuertes y verdaderas; habitantes de un territorio fronterizo como el Puche, entre Almería y Marruecos, por situación y procedencia.