El mundo rural, la despoblación y la pérdida de los modos de vida asociados al mismo han tomado el foco de algunas producciones recientes de la cinematografía del estado español. Hace poco el documental Meseta (Juan Palacios, 2019) realizaba un retrato caleidoscópico de las distintas realidades que lo conforman, abordando además las contradicciones asociadas a nuestro imaginario colectivo, cuestionando cualquier visión nostálgica. Desde la ficción híbrida, Destello bravío (Ainhoa Rodríguez, 2021) ponía su punto de vista en las mujeres y las tensiones con las tradiciones, la religión y las distintas opresiones que les afectan. Y en términos más cercanos al cine de género, El pastor (Jonathan Cenzual Burley, 2016) utilizaba la gentrificación y la especulación inmobiliaria como motor de una narrativa que construía un thriller rural sobre el costumbrismo y el protagonismo del paisaje. En esta última línea es en la que podemos encajar mejor Tros (Pau Calpe, 2021), un largometraje de atmósfera crepuscular situado en el Ponent de Lleida, donde los campesinos se organizan en patrullas nocturnas (los sometatén) para vigilar y proteger sus tierras de los robos ante la falta de recursos y atención de la policía.
El viejo Joan (Pep Cruz) y su hijo Pepe (Roger Casamajor) se han reunido de nuevo en el pueblo tras la muerte de su madre. Pepe vuelve de Barcelona con unos problemas que le persiguen y enfrentándose a la desaprobación y el desprecio de su padre. Una noche se integran en una de las patrullas, encuentran a un ladrón y la tragedia les atrapa. La presencia de intérpretes no profesionales rodeando a los protagonistas provee de un sentido de autenticidad muy destacable al relato y a las situaciones donde intervienen, por la naturalidad de sus dinámicas y diálogos. Junto al uso de las localizaciones y el entorno en el que transcurre la acción, el director consigue erigir con pocos recursos un mundo de ambiente realista, quizá demasiado ensimismado con el punto de vista de los payeses como para tener en cuenta una mayor profundidad en el conflicto que palpita debajo, un conflicto de clase: la miseria y la extrema situación de los inmigrantes a los que se señala de pasada en el filme como responsables de los hurtos de maquinaria o combustible. Resulta muy incómodo y moralmente dudoso que el asesinato de uno de ellos de forma deliberada apenas se considere durante el resto de la cinta —salvo con breves referencias puntuales y mostrándolos como un Otro sin nombres ni rostros—, cuando es obvio que la legitimidad de estas patrullas es uno de los intereses temáticos principales de la obra.
Pero el mayor desajuste de Tros se encuentra en su estructura. La utilización de ‹flashbacks› a lo largo de su metraje resulta anticlimática y carente de interés, aunque desvelen información previamente oculta al espectador de sus personajes, por la nula tensión dramática que captura la inmediatez de sus imágenes —filmadas cámara en mano, en una relación de aspecto 1,33:1 y a través principalmente de planos medios—, que descartan el mundo que los rodea en su composición y ejercen cierta función opresiva hacia sus personajes, pero que también delegan en la palabra toda su fuerza discursiva. La relación y las aspiraciones vitales de Pepe y su fracaso en la capital, el dolor de Joan y un pasado que le atormenta mediatizan su relación. Atrapados por los vínculos con el territorio, las gentes del lugar y sus tradiciones, las consecuencias de sus acciones y un legado del que no pueden huir acaban alcanzándoles inevitablemente y de forma violenta, en un final excesivo y efectista. Un final en el que tampoco se renuncia a su redención desde una perspectiva condescendiente, que la película no abandona en ningún momento, al tratarlos como víctimas de su propia incomprensión y falta de reconocimiento recíproco de su sufrimiento.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.