Galardonada con el premio al mejor guion en el pasado Festival de Venecia, La hija oscura llega este viernes a las salas españolas y es el primer largometraje escrito y dirigido por Maggie Gyllenhaal. La neoyorquina se basa en la novela homónima de Elena Ferrante para realizar un filme irregular debido a sus carencias para establecer una relación adecuada entre texto e imagen; mientras mantiene un dominio del tempo narrativo suficientemente equilibrado como para realizar una construcción de personajes matizada y, además, presenta ideas interesantes en su discurso central, su frustrante incapacidad para reforzar todo esto a través de lo visual transmite una sensación final un tanto vacía.
La película transcurre en una zona marítima y calmada durante las vacaciones de verano de Leda (Olivia Colman), una profesora universitaria de mediana edad —aunque, curiosamente, los personajes que la rodean opinen lo contrario— que intentará aprovechar su período de descanso para escribir un libro. Sin embargo, su calma se verá turbada con la llegada de una ruidosa y numerosa familia de la cual forma parte Nina (Dakota Johnson), una joven madre que debe lidiar con los constantes berreos y caprichos de su hija pequeña. Ellas despertarán una especie de obsesión en Leda, llevándola a iniciar un proceso de rememoración de un pasado traumático del que arrastra un tormentoso sentimiento de culpabilidad. De esta manera, a partir de flashbacks, se da conocer la dificultosa relación entre la joven Leda y sus hijas pequeñas. Sus intentos por congeniar inútilmente vida laboral con sus responsabilidades maternas la convierten en una mujer incapaz de satisfacer sus aspiraciones ya no solo profesionales, sino emocionales, situación que origina una contradicción interna que el personaje sigue cuestionándose en el presente: ¿y si su tan anhelada felicidad pasa por abandonar a sus hijas?
Los paralelismos entre los conflictos familiares de Leda y Nina son obvios, pero no dejan de señalar inteligentemente la universalidad de una problemática pocas veces asumida sobre la imposibilidad de alcanzar ciertos objetivos vitales y, a su vez, mostrar la atención y el cariño esperados hacia los hijos, culpables de que lo primero no sea posible. Especialmente si, como se señala sutilmente en La hija oscura, también existe el doloroso distanciamiento con un marido y padre ausente. Los dos personajes son mujeres disgustadas, frustradas por unas circunstancias familiares distintas culturalmente, pero de conflictos maternofiliales universales y, por ello, eternamente unidos.
El vínculo que Gyllenhaal establece entre ellas es emocionante y hasta otorga ciertas dosis de intriga bien conducida donde la mirada de Leda resulta clave, siendo este uno de los pocos aspectos formales a resaltar de la cinta. La cámara pocas veces queda desligada de la subjetividad del personaje e incluso es hábil resaltando la evolución entre la mirada temerosa y desesperada de una Leda inexperta, pero ambiciosa, y la mirada melancólica y desgarrada de una Leda martirizada, pero experimentada y madura. Entre ellas, un trauma, una decisión fatal, en definitiva, una fractura interior representada en la concatenación de imágenes de un espejo roto seguido del plano-contraplano entre su rostro pasado y su rostro presente. La conjugación entre dos tiempos distintos es esencial para terminar uniendo orgánicamente todas las discordias, engaños o pérdidas familiares que surgen a lo largo de la historia y, por ende, esbozan lazos invisibles entre todos los personajes.
No obstante, desde un punto de vista narrativo, las grandes revelaciones de la historia parecen llegar repentinamente, conduciendo a un clímax súbito e impostado donde no solo se derrochan algunas de las imágenes más evocadoras del filme, sino que, además, se contrapone con el paulatino desarrollo de la trama central. A la hora de la verdad, La hija oscura no logra sostener la complejidad de sus ideas y menos aún traspasarlas al terreno de lo visual, tratándose, así pues, de una película fallida.