La ópera prima de David Martín de los Santos no deja de tener un punto subversivo. La idea del maestrazgo vital casi siempre va dirigida de arriba abajo, es decir, una persona mayor que “enseña” a otra persona joven al respecto de la vida y sus múltiples aristas y significados. Sin embargo, en La vida era eso, encontramos el efecto contario, la juventud mostrando el camino a la vejez.
Aunque ello no sería del todo preciso. En realidad, estamos ante un fantasmagoría. Una película donde el viaje hacia el autodescubrimiento viene marcado no tanto por una presencia aleccionadora sino por cómo la ausencia invita a la reflexión, al autodescubrimiento. La vida era eso es una película sobre cárceles internas que se desmoronan, sobre existencias grises que se abren a la luz. Algo que, por otro lado, queda manifiestamente demostrado en el uso contrastado de elemento lumínico. El gris del exilio, de la vida monótona y apagada frente al sol de la aventura, del despertar de uno mismo.
Lejos de desarrollar un discurso que entre en el terreno de la sensiblería o incluso del didactismo moralizante, de los Santos opta por la construcción lenta y con un punto de extrañamiento. El autoconocimiento como novedad primero, sorpresa después y finalmente aceptación de que hay otra forma de vida en un fuera de plano de nuestra existencia rutinaria que está ahí, esperando a ser descubierto. Y todo desde una humildad e intimidad respetuosa, casi higiénica, que permite tanto la contemplación científica como la inmersión emocional al respecto.
La apariencia, pues, es estar ante un producto cuya forma es pequeña pero que esconde una capacidad notable para mostrar una gama de sentimientos y tonos, a veces encontrados, que captan perfectamente todos los matices de lo humano. Hay espacio aquí para la ternura, la desidia, el encuentro entre extraños y como todo ello se convierte en gasolina vital. Pero quizás, sin menospreciar otros discursos más negativos al respecto, estamos ante una película que huye del fatalismo del retrato de la entrada en la vejez. Lejos de ser la puerta de entrada hacia al ocaso y hacia una autorreflexión que mira atrás con una nostalgia de tiempos mejores, estamos ante una propuesta que invita a la idea de que nunca es tarde, de que siempre hay tiempo para volver a empezar.
Se podría decir que estamos ante una película de gran calado emocional (gracias también a sus soberbias interpretaciones) pero que funciona a modo de lluvia fina. Poco a poco, sin grandes acontecimientos ni necesidad de eventos de gran magnitud. Como si la verdad estuviera en los pequeños detalles, en los encuentros ocasionales, en las charlas de aparente intrascendencia. Es aquello de que lo importante del viaje no es la meta sino el propio viaje en sí mismo. Hay que aplaudir pues la pericia del director (y más siendo un debut) a la hora de construir un discurso que, lejos de incurrir en los tópicos manidos de siempre, tiene personalidad propia y, lo más importante de todo, sabe dar un toque de credibilidad, de sentimiento palpable.