La presencia de un entorno virtual provee en Demonic, el nuevo largometraje de Neill Blomkamp tras más de un lustro alejado del formato, el contexto idóneo desde el que afrontar las cicatrices de un pasado turbulento, así como para atisbar una redención que de otro modo resultaría imposible. El cineasta surafricano alinea de este modo lo emocional en un universo donde el volcado de sentimientos cada vez se antoja más tangible, y lo hace además proponiendo un desvío formal de lo más sugerente, que emparenta directamente esa realidad 2.0 con un mundo, el del videojuego —cualquiera podría relacionar con facilidad esa narrativa con la interacción que se produce en estos—, cada vez más presente en las formas expresivas que toma el séptimo arte, capaz de aunar bajo su manto medios de lo más dispares.
A priori, aquello que propone Demonic, así como su forma de reflejarlo en imágenes —y en las reflexiones que se pueden extraer de estas—, resulta ciertamente fascinante en tanto el autor de Distrito 9 posee las aptitudes para exponerlo. El principal problema de su primera incursión en el cine de terror, no deriva pues de una preferencia formal fallida o errónea, o de un subtexto que, sí, contiene carencias, pero cuanto menos parece tener clara su perspectiva, lo hace más bien en la definición de un microcosmos que, por momentos, se antoja tan caprichosa como errática. Y es que Demonic puede resultar imperfecta en tanto desliza ideas que bordean el ridículo —esos sacerdotes 2.0 enfundados en trajes de equipo SWAT—, incurre con descaro en lugares comunes buscando precisamente lo contrario, y recurre con facilidad a tópicos del género con el único cometido de desarrollarlo como tal, pero lo que en realidad expone el film dirigido por Blomkamp, es la descripción de un universo —y, con ello, de determinados aspectos del relato— que por momentos se antoja insuficiente, cuando no raquítica.
De este modo, el potencial de Demonic y, por ende, un carácter (presuntamente) distintivo, quedan comprometidos ante la vaguedad con que se define tal creación, encontrando en una sorprendente desidia el peor de sus defectos. Estamos, por tanto, no ante una propuesta fallida que fracasa en la translación de sus propiedades a un contexto extraño, sino más bien ante una dejadez de funciones que termina derivando en desgana total y, peor aún, lo hace ante la construcción de un universo cuya condición diferencial se antojaba asimismo baza central del film. Una falla que, por otro lado, no posibilita el desarrollo dramático adecuado: al fin y al cabo, el nexo que Blomkamp tiende entre lo afectivo o tangible y lo digital, parece un modo de enraizar temáticas inevitables en los tiempos que corren, más que dotar a las mismas de una entidad consecuente para con la deriva que toma Demonic.
Así, el nuevo trabajo del realizador, más que fracasar en la asunción de un ABC demasiado obvio desde el que armar los cimientos de ese microcosmos —que podría ser la enésima deformación de una materia que lleva años siendo explorada, de no ser por esa vinculación tan particular que propone Blomkamp, más allá de su extensión genérica—, lo hace desatendiendo los rasgos de una creación que parece avanzar por la vía de la brocha gorda, desplegando el relato mediante desvíos expositivos que no son más que un pastiche desde el que desplazar los tropos del cine de terror a una narrativa cuya condición parecía permear hacia otro tipo de terrenos; una característica que habla muy a las claras sobre una carencia de recursos que el cineasta ya había mostrado incluso en sus títulos más destacados, pero que en esta Demonic se agrava hasta el punto de incurrir en una conclusión que, de tan poco audaz, termina deviniendo una pobre parodia en forma de desnortado ‹déjà vu›.
Larga vida a la nueva carne.