La intrusión de una presencia extraña en el seno familiar es un hilo temático que bien podría antojarse insólito en manos de un cineasta como el belga Fabrice Du Welz, en especial acostumbrado a tratar el género —siempre y cuando hablemos de sus propuestas más personales— desde una abstracción que parece hallar en la alienación del individuo un lugar desde el cual explorar los recovecos más oscuros de la mente. Basta con echar la mirada atrás, y confrontarla a aquel pueblo embebido en el deliro más puro que visitaba el cantante Marc Stevens en Calvario o al periplo de una absorta Jeanne Bellmer en busca de su hijo a través de la selva tailandesa, para comprender que la obra del belga se dirime más en torno a un estado mental —incluso en un film que se podría considerar en parte rupturista como Adoration— que a la deriva de un relato cuyo cauce se debería sobreponer precisamente a ese estado.
Inexorable bascula, no obstante, sobre una de esas crónicas donde el pasado se cierne de forma impávida alrededor del constructo familiar perfecto; en ese marco, tanto el particular idilio de los Bellmer de vuelta en la mansión familiar, como la introducción de un elemento perturbador de esa aparente tranquilidad, bien podrían trazar caminos semejantes al del drama exacerbado y miserable que propone en no pocas ocasiones tal conjunción de factores. Pero Fabrice Du Welz, que constata en todo momento la condición de unos personajes repletos de dobleces (como no podría ser de otro modo), apunta en direcciones dispares a las de ese terreno, forjando ya desde alguna de sus secuencias germinales —esa de Gloria, la joven que se deslizará en el núcleo de esta familia, en la habitación de su hotel— un acercamiento genérico extraño a juzgar por las constantes a las que se acoge el relato.
Sin embargo, esa extensión suscitada por el belga no se dirime precisamente en secuencias que le otorguen entidad, y obtiene su reflejo en el filtrado genérico que se produce a través de la imagen; así, aquello que podría ser leído como una estampa desde la que contextualizar —y es que, más allá de lo aparente, el contexto cobra una fuerza particular en el film—, o incluso dotar de corporeidad a ese choque entre la familia y Gloria —que, en apariencia no es tal, pero en el fondo y de modo paulatino vislumbra cierto recelo por la intrusión de la joven—, adquiere un significado distintivo bajo el prisma de Du Welz, que encuentra en la notable labor de Manuel Dacosse —un ya habitual de su obra que ha trabajado también con cineastas como Cattet & Forzani u Ozon— un aliado indisociable desde el que tejer los entresijos del relato. Inexorable, como no podía ser de otro modo, va más allá de lo meramente textual —cuya importancia se resuelve en la distancia entre los personajes centrales—, y descubre en la lente del belga un sugerente mosaico desde el que impeler esa relación entre Marcel Bellmer, el cabeza de familia, y Gloria, explorando un componente que indaga en la propia naturaleza de ambos.
Du Welz construye a partir de ese nexo los cimientos de un film que percibe en la figura de Gloria un estímulo cuyo carácter parece entroncar con la esencia del relato; la capacidad de sugestión con que maneja el autor de Adoration los meandros del mismo, hallan así en la ambigüedad con que desvela Alba Gaïa Bellugi los matices de su personaje una necesaria extensión desde la que amplificar esa vía genérica que irá acrecentando sus rasgos a medida que Inexorable se acerca a su acto final. Y es que es precisamente la presencia de la joven intérprete francesa, lo que dinamita la personalidad de una propuesta que no se pliega ante las características de esa crónica que Du Welz maneja a su antojo: moldeando un tono que progresivamente se va tornando más turbador y oscuro, revistiendo a través de la mirada de un thriller insólito sus propiedades, y dotando de un sentido muy específico al carácter de un relato que va mucho más allá de la resolución de una simple incógnita.
Probablemente, con Inexorable nos encontramos ante una anomalía en el cine de Fabrice Du Welz; colindante a esa naturaleza abrasiva y sofocante que converge en los títulos más personales de su obra, pero del mismo modo distante a un temperamento indisociable para con la misma, y como es obvio alejado de sus trabajos menos representativos —donde, curioso, encontramos sus títulos más cercanos al thriller con Colt 45 y Message From The King—, sorprende la capacidad del belga para hacer converger ese carácter indómito en las entrañas de un ejercicio que se siente —pese (o no) a la cierta distancia— más propio de aquello que en apariencia podrían indicar los rasgos anexos a esa crónica; y, más importante todavía, logrando hacer de la imagen un parapeto que, junto a la acertada partitura de Vincent Cahay (reseñable también su trabajo en La nube), vuelve a dejar muestras de un talento cuya visceralidad desplaza a la pantalla una aspereza de la que es tan complejo desprenderse como lo es comprender los entresijos de una esencia que pocos cineastas han explorado en los últimos años como Fabrice Du Welz.
Larga vida a la nueva carne.