Si bien desde los primeros instantes, sobre todo a través del dibujo realizado por Manuel Martín Cuenca en torno a sus personajes centrales, La hija se postula como un thriller de tintes dramáticos perfilado en especial por esa ambivalencia que parecen desentrañar ambos, resulta un tanto paradójica esa tendencia naturalista que se desliza fundamentalmente de sus estampas exteriores —y que, incluso por composición, nos podrían retrotraer (salvando las distancias) a las del cine de Nuri Bilge Ceylan—, pero que sin embargo encuentra en el retrato meramente superficial —ese que nos habla de la condición, carácter, etc.— de sus personajes un reflejo algo más que coherente, del mismo modo complementado con las temáticas que el cineasta andaluz irá arrojando a lo largo del metraje.
De este modo, lo que podría ser un ejercicio sin ambages, apelando a un todo que la premisa que presenta el film podría componer por sí sola, se convierte asimismo en una lectura social en clave genérica desde la que reflejar un cierto desapego emocional en las nuevas generaciones que queda patente no sólo en la decisión que tomará Irene, la joven protagonista, sino también mediante la aparición en su nueva rutina de determinados contenidos que precisamente apuntan al voluble carácter de un componente anímico («Si sale bien, bien, y sino pues también» acota Irene en un momento determinado) que no parece adquirir importancia a edades más prematuras. Un hilo discursivo que, no obstante, Martín Cuenca no afronta desde una perspectiva única, proveyendo una distancia que se antoja necesaria, y deja el espacio idóneo al espectador para complementar una percepción más allá del juego que propone La hija. Y es que esa ambivalencia de la que hablaba, se desplaza al terreno del thriller para hacer de los personajes y sus decisiones un espejo casi opaco, algo a lo que ayudan la interpretación de un buen Javier Gutiérrez y, en especial, el rol de la primeriza Irene Virgüez, quien si bien no está a la altura del resto del reparto, adquiere en esa tonalidad uniforme una extraña mirada que hace del personaje un ser escurridizo por más que podamos adivinar sus intenciones en alguna ocasión; un espejo que, por otro lado, dispone los suficientes alicientes —junto a la dirección del autor de Caníbal y la planificación de determinadas secuencias— como para no diluir una esencia, la que compone su disertación interna, que se antoja vital para el desarrollo del film.
Ello no implica ni mucho menos que La hija descuide, a los efectos, aquello que realmente es: una pieza genérica capaz de componer momentos de tensión diluida en su (a ratos) reduccionismo formal, cuya naturaleza no se desvanece en ningún momento, siempre presente y dispuesta a otorgar estímulos que, quizá no encuentran su cénit hasta un tercer acto desatado —y despojado del retrato inicial a través de una consecuente y primitiva explosión fundamental para comprender la evolución del personaje—, pero merodean el relato no tanto para remarcar su idiosincrasia, sino comprendiendo esa dualidad de género como vehículo indispensable en la exposición realizada por el cineasta.
La hija desarrolla así unos parámetros que transforman —hasta su tramo final— el thriller en un dispositivo casi imperceptible pero, al mismo tiempo, indivisible de la entidad de un film que se alimenta de su condición para construir un artilugio insólito; una voluntad que queda perpetuada incluso en algunas de sus secuencias más arraigadas al género —ese merodeo alrededor de la casa de Javier, el protagonista, o esa escena conclusiva en un inteligentísimo fuera de campo—, y que hace del último trabajo de Manuel Martín Cuenca un ejercicio que va más allá de la particularidad de su carácter: es, además, capaz de indagar en las entrañas de un género cada vez más obligado a reconstruir sus constantes desde títulos como esta La hija, si bien no primordial, cuanto menos coherente para con la deriva del mismo.
Larga vida a la nueva carne.