Miguel Ángel Blanca tiene alma de cuentacuentos, una cualidad inspiradora para aquellos que quieren retratar la realidad, porque son capaces de meter mano en esa verdad y manipularla a su antojo para dar una visión parcial y subjetiva de lo que ocurre. La realidad es siempre inspiradora, pero es magnífico que nos recuerden que varía según quién la observe de cerca.
De todas sus anteriores películas, Blanca decide seguir el ideario plasmado en La extranjera y esa huella que los turistas dejaban en Barcelona. Vira un poco la dirección y personaliza la experiencia rumbo sudeste en Magaluf Ghost Town, algo más que un documental, una visión metaficcional de las vacaciones eternas, una película de terror, un drama con ínfulas fantasmales que exalta el estigma de la borrachera paisajística.
¿Ya se ha dicho lo de “Miedo y asco en Magaluf”? En la película nos encontramos con historias individuales, ajenas a cámara, que sortean el día a día de esta pequeña ciudad de vacaciones, dura competidora de Benidorm (por masiva), Marina d’Or en Oropesa del Mar (por ideal decadente) o Lloret de Mar (por alcohol barato). Puede que la ciudad mallorquina acabe ganando. Pero Magaluf Ghost Town no es una especie de expiación moralista que vaya a juzgar la idoneidad (o la ausencia de ella) del turismo de borrachera, ya sean británicos adictos al garrafón o rusos que duermen abrazados a su ‹champagne› teñido de oro; aquí interesa la visión parcial, el incentivo de los nativos y los recién llegados sin intención de vacacionear, capaces de crear un universo paralelo que no podría existir sin ese lado oscuro.
Sus personajes nos enganchan a partir de disertaciones que nos alejan y acercan al verano pack completo que ofrece Magaluf, mientras seguimos a veces su rutina, otras veces sus paranoias personales, incluso se permiten actuar deliberadamente para dar forma a sus palabras. Entre estos pequeños retratos se difuminan la noche y el día de la Magaluf de temporada alta, una suerte de fiesta descontrolada, de caos trasnochado que con su enfoque y su hilo musical nos va situando en un tenso thriller que muta al ‹creepy› pasaje del miedo. Los turistas son el fondo desenfocado, el ruido ambiental, la anécdota en el noticiario local o el ‹stories› de Instagram, y ofrecen la réplica perfecta a los que siguen allí una vez llega el invierno. A Miguel Ángel Blanca, obviamente, solo le interesa esa época excesiva, luminosa y desbordante del verano, esa en la que montones de jóvenes se mueven como un resacoso oleaje en busca de vivir la experiencia de sus vidas, y eso implica mucho alcohol y mucho no acordarse de nada una vez la cartera está vacía. En ese paisaje es donde se crecen sus personajes, en una especie de amor-odio incondicional que les mantiene a flote y que permite que sus caminos vayan tomando formas inesperadas, esotéricas o divertidas, porque al fin y al cabo parece que en Magaluf todo vale, así que es el contesto perfecto para inventarse el presente.
Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, con nombre y profesión concreta (o por concretar, que siempre da mucho juego) dan forma a la cara B de este «ni contigo ni sin ti», que sabe mirar al horizonte con la misma pasión que a la inventiva que ofrecen sus protagonistas, unos que apetece y se agradece conocer, tanto aquellos que viven con ínfulas de cambio como los que tienen arraigado ese trasfondo cañí y alegre que se intuye inmovilista, aunque con todo lo que habrán visto esos ojos, están más preparados para el apocalipsis que cualquier fan del búnker y la lata de garbanzos sin fecha de caducidad. Porque al final, estos supervivientes entre una infestación de zombies borrachos, estos aliados de los fantasmas en tránsito son para Magaluf Ghost Town una inevitable fiesta a la que todos estamos invitados.