Hay un momento en el que el personaje que interpreta Jack Palance en la película le dice a uno de sus súbditos: «No sueltes las riendas pero sin estirarlas, que ellos mismos nos abran las puertas». Porque Las Vegas, 500 millones es algo más que una película de atracos, es la consecución del concepto ratón perseguido por el gato, donde un tercer animal sigue de cerca los pasos de los anteriores.
Antonio Isasi-Isasmendi encontró en los sesenta la oportunidad de meterse en grandes producciones. Tras Estambul 65, fue a parar a un escenario perfecto para atracadores y mafiosos como ha sido siempre Las Vegas y desentrañar un espectacular relato criminal que ir desentrañando con calma por su complejo concepto de la perfección.
Así nos encontramos con Gary Lockwood, que ese mismo año estrenaría 2001: una odisea del espacio, protagonizando una historia hija del animoso inicio del film, donde un viejo sabueso, experto ladrón, se enfrenta a el robo de su vida cuando ya su ingenio había perdido la batalla contra las nuevas fortalezas que eran en la época los furgones blindados. El personaje de Lockwood habla de hombres que viajan por el espacio, alunizajes y avances que todavía hoy en día se nos antojan futuristas, como un aviso para su viejo amigo; algo que desoír para que en pantalla podamos disfrutar de un despliegue de inventiva avanzada en la seguridad todavía improbable para la época con cámaras de vigilancia, videollamadas, dispositivos de alta tecnología y materiales inquebrantables. Que todo fracase es solo la punta del iceberg, un inicio en todo lo alto que no nos prepara para lo que continúa.
Tres flancos se ponen en marcha y retroalimentan la intriga: los ladrones, el posiblemente corrupto dueño de la empresa de furgones blindados y la policía. Tal vez por el hecho de tratarse de la adaptación de una novela de André Lay, muy a favor de la narración criminal, la película se transforma en un largo trayecto donde nadie parece tener prisa por actuar, para que la problemática vaya creciendo al mismo ritmo que la tensión se torna gélida.
Muchos hombres y una única mujer, clave en el asunto y aún así secundaria en el atraco, nos llevan a virar el interés hacia todos los flancos implicados sin perder de vista el sofisticadísimo vehículo, ítem por excelencia, casi más importante que su jugoso contenido. Las Vegas, 500 millones es algo más que un robo a un furgón blindado, es una historia de lealtades entre la más variada carga de ladrones (un gran golpe necesita un numeroso equipo dispuesto a trabajar conjuntamente), de dudas sobre el poder de los que manejan el dinero y su capacidad de protegerlo, y una investigación policial casi tan arriesgada como las manipulaciones de los anteriores.
Magnífico es el desarrollo de la desaparición del vehículo en mitad del desierto, un baile acompasado con música de jazz que no puede fallar y que, sin dejar de mirar el reloj, consiga que cada paso que se da sea perfecto. También tortuosa la espera en la que se va minando la moral de los presentes, la angustia de todos los flancos se palpa más allá del sudor y los gritos, la tensión da paso a errores, y estos a enfrentamientos que echan toda la leña en el asador para llevarnos a un apartado del film mucho más afín al mundo del espionaje, donde todos se vuelven vigilantes y actúan en consecuencia preparando un desgraciado final, no tan propio del cine de Hollywood, que consigue que ese dinero con destino Las Vegas sea el menor de nuestros problemas.
Ese afán de Antonio Isasi-Isasmendi por realizar cine español capaz de traspasar fronteras parece clave en Las Vegas, 500 millones que sabe encajar los golpes del cine negro y el drama criminal sin desperdiciar ni uno solo de sus personajes, con imágenes impactantes y una narración extensa pero que no pierde el ritmo en ningún momento, apadrinando incursiones futuras de otros directores capaces de aprovechar la oportunidad de crear espectáculo sin renunciar a una narración compleja y elaborada.