El debut del australiano Josh Lawson en la dirección de largometrajes es una comedia sexual ácida, que busca dejar un regusto inusual en el espectador al explorar la sexualidad desde el punto de vista de los fetiches inconfesables, extraños o sencillamente irrealizables. Cinco historias paralelas en las que sus protagonistas confrontan la satisfacción de sus deseos con fracturas en la comunicación con su pareja, frustraciones o dificultad para comprenderse y aceptarse.
Y es que, cuando tu fantasía implica hacer sufrir a tu marido, ser víctima de violación o magrear a tu esposa mientras está dormida, sin duda estamos ante una barrera muy difícil de sortear. Es así como La pequeña muerte introduce a sus personajes en encrucijadas morales donde debería haber puro consentimiento y fluidez, amenazando con perturbar la estabilidad de su relación. Al final, en todos los casos, de lo que va esta película es de la incomunicación, en la que los deseos más íntimos chocan con la rutina normal de pareja o se convierten en secretos que no deben nunca salir a la luz.
La primera en presentarse es la fantasía de violación. Una pareja estable, con una vida sexual bastante activa y sana, atraviesa unos momentos difíciles cuando la chica le confiesa al chico que le gustaría que la violase. A partir de ahí, el discurso se centra en qué hacer con esa fantasía, en cómo resolver la paradoja de la violación consentida y en tratar de resolver esa duda moral que implica hacer pasar por una situación traumática a tu pareja para satisfacer sus deseos. Una situación muy difícil que la película aborda desde el punto de vista del novio y da lugar a una incomodidad e indecisión constantes. Pero la que podría haber sido la más fascinante de todas las historias, tanto desde el punto de vista ético como el emocional, es a la postre la que revela en mayor medida la debilidad estructural de la cinta, culminando en una mera negación del fetiche en favor de la normatividad, ofreciendo una respuesta facilona y condescendiente a una situación difícil.
Mejor desarrollado está el tratamiento que recibe la historia de la pareja que decide “rolear” para volver a sentir atracción mutua. Pese a lo cliché y hasta cierto punto mal encaminado de explorar este fetiche como una mera contraposición al hastío de la convivencia, poco a poco entra en un juego interesante en el que la incomunicación es un factor clave. La necesidad de pautarlo todo, ahogando la improvisación; la adopción del rol, dificultando la conexión entre la pareja. Poco a poco vemos cómo lo que fue en un principio ideado para salvar su relación se convierte en la puntilla que saca por completo a la luz su falta de perspectivas de futuro. Éste es un enfoque fundamentalmente pesimista, tal vez poco acertado y algo prejuicioso respecto de dicha fantasía sexual, pero que genera unas dinámicas bastante interesantes.
Hay dos historias que tienen como punto en común la inconfesabilidad del fetiche y, por ende, la imposibilidad de alcanzar un verdadero consentimiento. La frustración y la perturbación inherentes a, respectivamente, la dacrifilia (excitación al ver llorar a alguien) o la somnofilia (excitación al ver a alguien dormido) tiñe de fatalismo ambas. En los dos casos, el enfoque es individual: uno de los miembros de la pareja es siempre observado y la incomprensión respecto de todo lo que está sucediendo acentúan el sentimiento de culpa del protagonista. Ocurren constantes momentos de confrontación y la tensión no está tanto en cómo satisfacer el deseo, sino en cómo comunicarlo. En ambos, la solución pasaría por hablar claro y poner los puntos sobre las íes. Ambos abundan en evasivas y cierres en falso.
De las cinco tramas, la más amable de todas es la última en introducirse, y que ocupa un clímax hacia el final de la obra. Y no es por menos extraña ni difícil de confesar, sino porque surge entre dos personas desconocidas que descubren y exploran su conexión de casualidad. Es un descubrimiento mutuo que hace sentir cómodos a ambos, reforzando la idea general del filme de que, al final, todo fluye mucho mejor en una pareja desde la comunicación y la interlocución claras. Es un mensaje sin duda loable en una cinta que aborda situaciones cotidianas tan controvertidas relativas a la sexualidad.
El problema de La pequeña muerte no es ese mensaje, desde luego. Tampoco su pesimismo o la constante sensación de incomodidad, de estar atravesando más allá de la zona de confort, que se vive en cada pareja. Pero en ellos sí aparece inherente una visión del fetiche que se revela en exceso conservadora y condenatoria, llevando a una película que podría resultar atrevida y romper moldes a un terreno de complicidad moral con el espectador. Y eso no es lo que debería ser una obra como ésta. Trata de hacer reflexionar dando las respuestas de antemano y, a la postre, ve estas expresiones extremas de la sexualidad como una suerte de enemigo o barrera insalvable, no por su tono pesimista sino porque tiene muy claro que son cosas a corregir. Uno puede coincidir con esa idea general, en particular respecto a ciertos fetiches muy polémicos como los mostrados en la cinta; pero desde luego, si se elabora una pretensión de empatía con los personajes, lo que menos sentido narrativo tiene es acabar observándolos y juzgándolos desde una atalaya moral.
Me tentaría decir que La pequeña muerte es una obra fundamentalmente fallida, pero daría la impresión de que me parece mala cuando es lo contrario: tiene ideas tan buenas y fascinantes, desarrollos tan intrigantes y cuestionamientos morales tan difíciles que hacen muy complejo alcanzar una conclusión satisfactoria. En ese sentido, tal vez Lawson peca de intentar abarcar más de lo que puede. No es fácil llevar a buen puerto las ideas de esta película y en algunos casos sólo plantearlas con un cierto respeto y comprensión ya es un logro. Así que, pese a lo mejorable de la propuesta, puedo por lo menos apreciar el intento.