Sería fácil creer que es una novedad sustentar una historia de terror a temperaturas gélidas en un teleférico abandonado a su suerte. Pero el poder de las turbias mentes afincadas en el cine de terror, supervivencia y enajenaciones de la naturaleza siempre es más fuerte que nuestras humildes creencias.
Es así como nos encontramos con la sorprendentemente seria apuesta del creador de la saga Hatchet, con la que siempre me sentí un tanto estafada al no ser un hacha el único elemento con el que el villano aniquilaba a sus víctimas. Reparos nimios aparte, Adam Green llevaba años subsistiendo en su cine a base de muertes atroces y exageradas sin perder de vista ese humor macabro que siempre le sienta tan bien al terror en general y al slasher con tintes adolescentes (pre y post) en particular, pero en 2010 quiso darle una oportunidad a otro tipo de cine sin olvidar del todo sus propias señas de identidad. Es así como nos encontramos con Bajo cero —una Frozen que nada tiene que ver con las princesas nevadas de Disney—, donde todo se reduce a la interacción de tres jóvenes atrapados en un telesilla en una pista de ski cualquiera.
Un poco de música irreverente de la época, un plano general del inmenso paisaje blanco que les rodea y una pequeña presentación de nuestros tres protagonistas basta para invitarnos a pensar en una de esas películas que Kevin Williamson escribía a finales de los 90, cuya esencia no ha desaparecido del todo cuando nos encontramos con una historia donde jóvenes guapos, simpáticos (o no) y atrevidos se enfrentan inocentemente a una muerte segura e inesperada.
La premisa es sencilla, dos amigos de la infancia y la novia de uno de ellos quieren esquiar un domingo invernal en una estación cercana a su universidad, y su objetivo principal es subir a la cima de la montaña camelando a quien maneja los hilos (literalmente) del telesilla. Siguiendo esa norma de guapos, ágiles en sus conversaciones y con mucho morro, durante un dilatado tiempo nos relajamos entre nieve con ellos y asociamos todo tipo de clichés a cada uno de los individuos. Salto a, como todos esperábamos, una situación de peligro inminente que cualquier madre subrayaría con un “para qué van, si es que es culpa de ellos por subirse ahí”.
Green coloca a tres muchachos sobre un telesilla, elimina cualquier posibilidad de comunicación y simula todo tipo de peligros, tanto meteorológicos como mecánicos, sin olvidar los propios del entorno, obligándoles a relacionarse con sus propios miedos y con los ajenos en este mínimo espacio, sin que haya tiempo para que el espectador se aburra ni por asomo. Todo un logro para Adam Green, que sabe combinar en este Bajo cero la estupidez supina del humano en situaciones extremas con un poco de sensibilidad. Esta viene con una impertinente música lacrimógena que en cuanto comienza anuncia como si se tratase de un megáfono que alguno de los personajes va a sincerarse con cualquier típica neura de estudiante norteamericano universitario, poca chicha y mucho sofoco, pero lo importante no es tanto su absurdo sufrimiento, sino que no sobrepasa en ningún momento el tono elegido para la película.
Como buen fan del género, Green no se olvida de roturas exageradas, mutilaciones hipersangrantes y otros derroteros propios de decisiones poco meditadas con resoluciones extremas que animan y descongestionan el drama de encontrarse atrapados y sin una salida fácil. También se emplea con ganas en los diálogos de los amigos, con pequeñas pullas, joviales risas y la ya citada lágrima fácil, siempre recordándonos cuál es la distancia a la que se encuentra el suelo o el telesilla más próximo. Son los únicos elementos que necesita, ni un ‹flashback› de relleno, ni un teléfono que conecte con el exterior, tres actores y muchos juegos de cámara para alimentar el sugestivo desastre.
Conectar o no con ellos ya depende de la implicación del ávido espectador, si es de los que quieren una solución rápida o de los que acuden a este tipo de películas con la necesidad de odiar a todo el mundo y desear profundamente su muerte, pero ya sea para unas risas por la ineptitud lógica de los inesperados héroes de hielo, o para sufrir un poco poniéndose en el lugar de los jóvenes acuciados por un claustrofóbico percance a cielo abierto —paradoja mediante—, Bajo cero es una resultona propuesta para una tarde de catástrofes que busca dar cierta dignidad a la víctima, y no sólo subrayar un tonto destino final o un lacrimógeno drama. Las medias tintas salvarán tu sesión cinéfila. Prometido.