El pasado continúa siendo el presente cuando las heridas emocionales se mantienen vivas por la cercanía del entorno. Como ese lago al que acudieron un día soleado un padre y su hijo, con varios cachorros de gatos, para sacrificarlos a todos menos uno. Una enseñanza inútil y cruel para el niño. Una lección capaz de alejar a personas de la misma sangre, unidas solo por unos enemigos fantasmales, aún mayores que su aborrecimiento familiar. El holocausto sufrido por el progenitor en un campo de concentración, todo un superviviente gracias a su profesión como dentista en el infierno. Y el nazismo resurgido en Italia, de la misma forma que pasa en otros países europeos. Un odio enquistado que permanece amenazador, tal vez la única terapia posible para Simone Segre, cirujano en Trieste. También deportista, como remero aficionado, a la búsqueda de los gatos que maúllan en sus navegaciones por el río.
El primer largometraje dirigido por el italiano Mauro Mancini se presenta como una película de caligrafía audiovisual muy cuidada, tanto en la forma como en la narrativa. Buceando en su propia página web se confirma su carrera profesional, iniciada en 2005 con numerosos cortometrajes, spots comerciales y series de televisión. La experiencia se nota en la contención emotiva que palpita en el metraje de No odiarás, un tono que juega con la contradicción emocional de sus personajes, por momentos viscerales, por instantes reflexivos. Pero evita lanzarse de lleno a la indignación, la venganza o el delirio, incluso a negar instancias divinas como las catalizadoras de las acciones de sus protagonistas. Un elemento curioso teniendo en cuenta la extrañeza que generan en su proyección varios planos generales, filmados con dron, en aplomo total, estética misteriosa que sirve para respirar en algunas escenas dramáticas, situadas con respeto, fuera de campo. Es el caso del accidente de coche que sirve como arranque al relato principal, contado mediante sonidos: derrapes, choques de fuselajes y un motor que continúa en marcha mientras se aleja. A partir de aquí el punto de vista que nos guía es el de Simone, veloz en el impulso de salvar al hombre accidentado en su coche. Sagaz y reflexivo en el segundo que decide su suerte, cuando ve los tatuajes de una esvástica y otros símbolos odiados.
Esta fuerza del punto de vista también es complementada por los que añade con los tres hermanos huérfanos a los que pasa a proteger el doctor solidariamente, motivado por su sentimiento de culpabilidad. Lo interesante del guión, coescrito junto a Davide Lisino, es un tratamiento próximo al cine negro, detectivesco, de raíz japonesa y talante francés, pero traducidos al paisaje y luz italiana de Trieste, una zona fronteriza. Simone no deja de ser un samurái que se redime por una misión fortuita que lo encauza en su madurez vital. Las fronteras temáticas y de tesis se diluyen con visiones de todas estas influencias, como las del gran Paul Schrader, tal vez un apoyo argumental y respetado desde el guión hasta la pantalla. Sin llegar al grado de abstracción, sugerencia y delirios que maneja el autor norteamericano, la gramática lineal, nítida y ágil de Mancini demuestra que se pueden desarrollar nuevas historias a partir de un material tan visitado como el nazismo, los campos de concentración, el judaísmo o la culpabilidad, pero matizarlo todo con una mirada que crea en sus personajes. En la capacidad de evolucionar para bien, en el caso de los mayores. Para la incertidumbre, por la perpetuación de la irracionalidad, en el caso del pequeño.
Lo más apreciable, además de lo ya descrito, es la naturalidad de una trama que podría ser sórdida por los agravantes de grupos violentos, mostrados en las escenas de la paliza de Paolo y sus amigos contra el protagonista, el encuentro templado como un duelo de western entre Simone y Paolo de nuevo o las amenazas del acreedor a los hermanos. Retazos criminales en un drama que no cede a tentaciones baratas efectistas, al que solo le sobra algún tema musical o escena resuelta como un videoclip. O esos planos picados que van desapareciendo según avanza el metraje. Pero que resulta rico en detalles como el acercamiento entre un pastor alemán abandonado tras la muerte del padre de Simone, una lección de cómo contar el amor paterno filial con la contradicción y el acercamiento entre especies. O las visitas a la casa paterna, llena de paraguas casi simbólicos, colgados del techo, montones de sillas en el salón, y otros elementos propios del síndrome de Diógenes que dotan de calidez y misterio, al mismo tiempo, una propuesta que, afortunadamente, se vale incluso de estos matices y mejora incluso por esos hilos que quedan sueltos.