Conciliar lo laboral con lo familiar ante una ocupación, digamos, comprometedora, nunca fue fácil, por lo que compartir ese sino siempre puede ser una opción, si bien comprometedora también, cuanto menos un tanto más justa para quienes comparten espacio con aquellos empujados a tan atípicos designios vitales. Navot Papushado aclara esa faceta bien pronto con una secuencia que más adelante servirá prácticamente de detonante, de motor para que la protagonista vea virar su recorrido; en ese sentido, pues, no hay doblez o ambigüedad alguna que logre comprometer las decisiones de esa asesina interpretada por Karen Gillian. Nada comprometedor, todo fácil.
En efecto, el autor de Big Bad Wolves tiene clara la dirección que debe transitar su nuevo trabajo, y lejos de ese pretexto empleado principalmente como percutor argumental, no hay nada más allá de frases y momentos recurrentes desde los que desarrollar con un mínimo los personajes sin crear algo más que una sensación agradable para con los mismos, pero nimia al fin y al cabo. El israelí, consciente de jugar en un terreno muy distinto al de sus anteriores largometrajes, se inclina en este caso por dotar de mayor músculo a una acción que deja atrás la rabia, presencia y suciedad de sus anteriores títulos dirigidos junto a Aharon Keshales, encontrando algunas de las propiedades (y, en no pocos casos, signos inequívocos de una obra falta del carácter y la enjundia necesarias) de un cine de género contemporáneo que ha hecho de la vaguedad su principal faceta; así, aquello que deberían ser rasgos distintivos —la estética, el tono, el manejo de la cámara…— se tornan, de alguna manera, marcas indistintas de un cine impersonal ante el que resulta difícil encontrar estímulos más allá de la mera aquiescencia ante la trivial distracción que proponen.
Si bien es cierto que Navot Papushado se esfuerza en crear a través de sus distintos pasajes una suerte de divergencia formal que nos lleva desde el humor más destartalado a las inmediaciones de un terreno afectivo en torno a lo materno-filial —cuyo desarrollo, afortunadamente, se disgrega entre tópicos del género que le otorgan la dimensión idónea—, Gunpowder Milkshake nunca llega a funcionar de modo óptimo debido a la falta de contundencia en sus escenas de acción, que se resuelven más acudiendo a los grandes vicios de los últimos años —véase esos montajes epatantes cuyo desempeño termina siendo el contrario del pretendido o unos efectos especiales de aportación bastante insustancial (mención especial a esas ráfagas de sangre digital que ni sacuden ni molestan)—, que generando una verdadera reacción en el espectador; y es que, lejos del intento por dotar a determinadas secuencias de cierta singularidad —que tampoco deviene en sorpresa debido, en ocasiones, a su torpe desarrollo—, el primer largo en solitario del director no alcanza las cotas deseadas. De hecho, ni siquiera en su intento por meter baza en ese carácter (o más bien postureo, a juzgar por lo visto) femenino (lo de -ista ya lo dejamos para otro día), Gunpowder Milkshake consigue desperezarse sin sacudir las obviedades más trilladas del tema en cuestión.
Quizá, tras todo lo dicho, recurrir a virtudes como el del mero pasatiempo, la curiosa puesta en escena para recrear un universo que, en ese sentido, se siente cohesionado, o la caracterización de algunos personajes —incluso secundarios y con menos minutos de lo deseado—, suene a mal menor, pero lo cierto es que cuando en un thriller, ni siquiera unos simples secuestradores en busca de un suculento botín, saben manejarse a través del ABC —sí, aquel al que incluso los Coen recurrían en El gran Lebowski haciendo arrojar a Bridges el susodicho botín por un puente en una tan simple como eficaz maniobra— más elemental, y lo único que logran es engordar metraje no se sabe bien para qué, es posible que intentar encontrar virtudes no sea más que otra distracción muy del gusto del producto ante el que nos encontramos: tan trivial como, finalmente, olvidable. Puro Netflix.
Larga vida a la nueva carne.