Juan Antonio González Pacheco —conocido como Billy el Niño— fue un destacado miembro de la Brigada Político-Social del Cuerpo General de Policía durante la última etapa de la dictadura franquista. Fuera del ámbito institucional Billy es reconocido principalmente como un torturador que disfrutaba de maltratar e infligir dolor a los detenidos en la sede de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol de Madrid. Todo en el marco de la labor de represión llevada a cabo por esta policía política secreta dentro del régimen, cuyo objetivo era acabar con cualquier oposición al franquismo.
Estos métodos operativos no fueron un caso aislado, sino heredados directamente de la Gestapo nazi, con cuyos agentes la policía franquista colaboró desde la Guerra Civil (con ejemplos como los de Melitón Manzanas y el comisario Roberto Conesa, de quien Billy sería mano derecha en la Brigada) y asumidos como protocolo de funcionamiento estándar durante décadas. González Pacheco pasaría luego a ser inspector del Cuerpo Superior de Policía a partir de 1977. En plena Transición a la democracia sería condecorado con hasta tres medallas al mérito policial. Así se convirtió también en el símbolo de la impunidad de los crímenes del gobierno ilegítimo totalitario. Una impunidad sellada por la Ley de Amnistía, que iguala a torturadores y torturados, a criminales y a víctimas, a los procesados y condenados injustamente y a los que ni siquiera han tenido que enfrentarse al reconocimiento público de sus terribles actos.
El documental Billy (Max Lemcke, 2020) aborda ahora la figura de este policía a partir de multitud de entrevistas a un buen número de víctimas de sus métodos. Unos métodos que desgranan detalladamente para probar, más allá de cualquier duda, que no se trataba de casos aislados sino de la norma. El perfil de los entrevistados deja claros los motivos para la detención y violencia arbitraria. Se trataba de miembros de movimientos y organizaciones políticas de izquierdas, estudiantiles y antifranquistas. El objetivo: doblegar su voluntad, destruir su dignidad para que se inculparan y además delataran a sus compañeros de lucha. La violencia servía también como forma de aviso, de provocar terror a cualquiera que estuviera implicado ideológicamente y a sus entornos sociales y familiares. El relato está estructurado episódicamente y sigue cronológicamente la trayectoria de Billy desde los años sesenta, dando contexto histórico, apuntando hitos relacionados con la represión, la decadencia y fin de la dictadura, para finalizar con cómo el paso a la democracia tenía implícita una trampa para acabar con la memoria. Así permanece hasta nuestros días una falta de justicia y reparación que hace poco desarrollaba de forma mucho más ambiciosa y expansiva discursivamente El silencio de otros (Robert Bahar & Almudena Carracedo, 2018).
El tratamiento formal simple y directo —cercano al reportaje televisivo— que conforma el largometraje no deja espacio desde su estética y linealidad a construir nada más allá de este relato oral colectivo. Pero resulta inmediato reconocer un gran problema de cierta percepción de frivolidad que emerge en el tratamiento del personaje a través de las declaraciones de quienes sufrieron sus torturas cuando se combina sin justificación con fragmentos de animación de Lucky Luke, de una serie de televisión estadounidense de los años cincuenta o de El hombre que mató a Billy el Niño (Julio Buchs, 1967). No parece muy coherente con su contenido temático incluir referencias guiadas por la peculiaridad de su nombre asociado a un forajido mítico del oeste americano hablando de víctimas reales y de violencia real con consecuencias reales. Algo que una de las entrevistadas destaca inconscientemente cuando se niega a llamar a Billy por su mote e insiste en utilizar su verdadero nombre para desmitificarlo. La contradicción se hace más que patente cada vez que reaparecen esos cortes y se subraya cuando se menciona 7 días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979), película en la que aparece representado por el actor Alberto Alonso y que daría pie a una exploración de su significado contemporáneo en la sociedad española a través de esa ficción. Un análisis que ni se plantea.
El valor de los testimonios es incuestionable y como mayor exponente se encuentra el del recientemente fallecido Chato Galante. Lamentablemente toda su intervención tiene una calidad de sonido pésima hasta el punto de que los propios responsables del filme han decidido subtitularlo para que se pueda entender bien. Un problema que afecta en mayor o menor medida a un buen número de fragmentos de las declaraciones que integran la base del montaje de esta producción, que se apoya puntualmente en metraje de archivo pero que da a la palabra y al testimonio directo el centro de su interés y de mayor importancia. Si bien las diferencias de calidad de imagen de videollamadas o material restaurado no resultan un problema, me temo que este descuido técnico frustra terriblemente por momentos su visionado y desvía la atención de unas intenciones y mensaje que indudablemente seguirán vigentes mientras se nos siga negando en España la posibilidad de una auténtica democracia plena.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.