Un barrio obrero de una ciudad cualquiera. Mayores pasando tranquilamente el tiempo sentados en los bancos de una plaza a la sombra. De repente, algo perturba la paz: un niño les arroja globos de agua. Pero no hay que preocuparse, porque desde las alturas vigila un trío de niñas de doce años que, usando sus superpoderes —de Superspeed (Andrea Sánchez), Supervistazoom (Ivette Hernández) y Superconvenzor (Montse Dengra)—, se enfrentan al gamberro para disuadirle de continuar con su mal comportamiento. En apenas un minuto Carol Rodríguez Colás crea en Superchavalas (2017) todo un universo propio que entrelaza las personalidades de sus tres jóvenes protagonistas, la ambientación costumbrista y el juego con el que pasan el tiempo inventando villanos a partir de las percepciones de sus vecinos. Con un dinámico montaje muy expresivo, las escenas con sus intervenciones superheróicas emulan los códigos del género, aunque en un tono abiertamente cómico por lo banal de las amenazas a la convivencia cotidiana que combaten. Sin embargo, surge un problema que parece insalvable cuando un grupo de chavales algo mayores ocupa su cuartel general bebiendo y fumando en la calle.
El relato juega en tres niveles entre la relación de las protagonistas, el retrato de su entorno y el aspecto estético y narrativo del subgénero de evocación de elementos fantásticos imaginarios que lo envuelve. Están creciendo y sus gustos e intereses ponen en riesgo el distanciarlas en su forma de ver la vida. Esto se muestra leyendo un test sobre asuntos amorosos de una revista juvenil. Una de ellas, Superconvenzor, se fija en un chico que le gusta y a la vez aprende de los adultos que tiene como referentes que quizá la honestidad no siempre juega a favor de las buenas obras o sus anhelos. Ahí es dónde acaban por tomar contacto las intenciones de la directora en este corto con las de su primer largometraje, Chavalas (2021). El extrañamiento del personaje de Vicky Luengo en su ópera prima es tratado de forma similar, como algo que surge de dentro provocado por el deseo de un estatus social superior —que le lleva a fingir ser alguien que no es y su propio éxito falso—. Aquí tenemos a mucha menor escala un conflicto similar adaptado a la edad de sus personajes, pero que no deja de ser la eterna dialéctica entre la identidad creada por las circunstancias y las aspiraciones individuales que acaban por separarnos de quienes fuimos en el pasado, creando una nueva máscara en sociedad a partir de nuevos intereses y desechando tanto compañías como las normas que ayudan a mantenerlas.
La dinámica entre las niñas está estupendamente creada con unos diálogos que capturan espontaneidad y filtran sus preocupaciones sobre los cambios que experimentan al crecer y cómo pueden afectarles. Los elementos que identifican sus poderes vienen marcados con prendas y accesorios de un llamativo color rojo: una capa, unas gafas y una sudadera con capucha es todo lo que necesitan para transformarse en sus alter ego. Una evidente exageración de las habilidades que ellas querrían quizá tener para ayudarles en su día a día. Este uso de la ropa y de las expresiones propias para perfilar a los personajes también es algo muy subrayado en su largometraje, tanto para definir caracteres como el estrato social aspiracional de su protagonista. El vínculo que parece inquebrantable entre este grupo de niñas se ve superado sin que lo sepan por una de ellas, que usa la mentira como herramienta, como otro superpoder —en esta ocasión maligno— que las separa sin que lo sepan. Se advierte un claro paralelismo en su ambivalente final con el de su largometraje Chavalas, con el que comparte matices. De hecho, pueden entenderse casi como partes de una misma historia de distanciamiento y regreso, de las contradicciones que rigen el desarrollo de nuestra identidad, la relación con los orígenes y lo que uno es capaz de sacrificar por alcanzar aquello que se desea.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.