La tierra, el cielo y el mar sirven de contextos para unos paisajes que proyectan en A Metamorfose dos Pássaros (Catarina Vasconcelos, 2020) tanto la mirada de su directora como la de los protagonistas del relato, que se extiende durante tres generaciones de una misma familia. Desde una concepción libre y puramente subjetiva de la autoficción, la cineasta trata su historia familiar desde que se casan sus abuelos Beatriz y Henrique, quien se ausenta durante largos períodos de tiempo del hogar por sus deberes como oficial de la marina. Como una visión retrospectiva y revisionista ante la imposibilidad de conocer de forma directa a sus antepasados, los narradores se suceden locutando textos que potencian el carácter simbólico de unas imágenes en permanente conflicto y diálogo entre la creación de memoria y la narración documental. Rodada en 16 mm, la película establece desde el comienzo un dispositivo de exhaustiva rigurosidad formal: planos de composición frontal sobre detalles de las paredes de una casa que arrancan desde los ojos de Santa Lucía acaparando por completo la atención del espectador —sin referencias de su escala— y acaba como un detalle minúsculo al lado de una copia de un cuadro de Sorolla, en un ‹zoom out› que adelanta su estrategia en el uso marcado del punto de vista y el fuera de campo en todo su metraje.
El sonido parece que se filtre en muchas ocasiones desde una dimensión oculta, que evoca el pasado en los espacios registrados de una casa, a modo de espectro. Una evocación de la vida en sí misma que se construyó en sus interiores, cuyas paredes y decoración quieren expresar todo eso que falta para explicar la crianza en solitario de seis hijos por parte de una joven madre con un vínculo especial con las plantas. También para encontrar sentido a la pérdida de la progenitora de la directora cuando ella sólo había cumplido 17 años y cómo afectó a la relación con su padre. La cámara busca en esas paredes y en la naturaleza del mundo exterior el contraplano, el reflejo de unas biografías definidas por condiciones que se escapan a su control desde que nacieron. Un contraplano que muchas veces se traduce en el efecto de posicionamiento de identificación con la misma cámara, fijándose sobre los gestos de unas manos que muestran objetos o realizan acciones concretas, los rostros o figuras representados de manera ambigua. Todo el filme actúa como uno de los espejos que aparecen dentro del mismo para acercarnos a algún familiar o detalle concreto, exponiendo una poética corriente de pensamiento que desvela finalmente un torrente de emociones. Trasciende así la idea de recreación y de una narrativa construida sobre las ausencias más que sobre la presencia, sobre los retales de lo desconocido y lo íntimo a los que no se puede acceder más que mediatizados por las crónicas de otros.
En la contraposición de la vida y la muerte, la juventud enfrentada a la vejez o la existencia fuera y dentro del ámbito doméstico, la obra pretende capturar el paso del tiempo como concepto absoluto y relativo. La falsa noción de un mundo estático en un perpetuo presente continuo que no deja de mutar a nuestro alrededor y afecta internamente a los individuos, cambiando su misma abstracción de la realidad. A través de estas ideas Vasconcelos aborda las transformaciones sociales y políticas de Portugal, como los procesos de descolonización o el fin de la dictadura. Unos hechos de escala colosal comparables a otros tantos de los que han sido testigos los océanos, los centenarios árboles o las montañas. Lejos de ser estos confirmación de la inmutabilidad de la historia, son la prueba de la transformación constante del mundo y nuestro esfuerzo individual por asumirlo y comprenderlo. Un esfuerzo en el que la muerte quizá nos sirva, más que como ruptura o distanciamiento de lo ausente, como una forma de conexión más próxima, delicada y personal con nosotros mismos y aquello que añoramos.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.