Los personajes de La tercera guerra deben actuar como autómatas. Cuentan con un reglamento y su trabajo consiste en memorizarlo y ejecutarlo. Las emociones no pueden interferir en sus acciones. Tampoco su constitución física. Para toda situación existe un protocolo al que deben ajustarse religiosamente. Sobra decir que todo esto es imposible. En primer lugar, porque nadie puede librase completamente de la influencia de las emociones. Y en segundo, porque todo plan ajustable a todas las variantes imaginables de cualquier situación es, sencillamente, pura fantasía. La película de Giovanni Aloi explora estas contradicciones: el choque entre lo teórico y lo práctico y la incompatibilidad entre lo formulario y lo humano. Por supuesto, no es un terreno desconocido. Tal vez el máximo exponente de semejante reflexión lo encontráramos ya en la célebre trilogía bélica de Masaki Kobayashi, La condición humana. Sin embargo, sí hay algo personal (si no novedoso) en la opera prima del director francés: la exposición del comportamiento militar en situaciones no beligerantes; más concretamente, la introducción del ejército en nuestra sociedad.
Este nuevo contexto sirve para evidenciar todavía más lo absurdo del mencionado “paripé”. En la primera secuencia queda bien claro: la disciplina y el cumplimiento del protocolo son de por sí el propio objetivo. Porque, en el mejor de los casos, los militares se limitan a transitar entre la población sin que sus acciones intervengan en los quehaceres de la misma; y en el peor, sus acciones derivan en intromisiones accidentales que no benefician a nadie. Con todo, esta inutilidad lleva algunos personajes de La tercera guerra a justificar su presencia en las calles de París mediante un imaginario y terrorífico escenario con el que interactúan. Es el mismo escenario que luego describen a sus conocidos y el que acaban visualizando durante las horas de servicio. El resultado se traduce en algo así como una especie de psicosis colectiva que acaba por invertir la función original del propio dispositivo militar: los usuarios sufren cambios en vez de ser ellos quienes los provocan (ya sea mediante un bombardeo o gracias al impedimento de la detonación de un artefacto).
De ahí el obsesivo comportamiento de Leó Corvard, un joven recién llegado al cuerpo que no deja escapar detalle alguno y que termina provocando personalmente el conflicto imaginado. Es entonces cuando confluyen los dos absurdos mencionados en el primer párrafo: Aloi aúna en un mismo espacio la imposibilidad de cumplir con el protocolo en según qué situaciones y la necesariedad de apelar a las emociones para resolver determinados conflictos. Todo ello queda resuelto en un sugerente tercer acto que, por otra parte, rebela el punto más flaco de la película: la puesta en práctica de maniobras militares. Y es un defecto que, por manifestarse tan claramente en el desenlace, resulta tristemente difícil de olvidar. Sin embargo, son tantas las virtudes del resto del film (las sobrias interpretaciones de Anthony Bajon, Karim Leklou y Leïla Bekhti, el ajustado tempo en el montaje de Rémi Langlade, la modesta pero efectiva planificación de Giovanni Aloi, el acierto en las contadas intervenciones de una reconocible banda sonora…) que uno casi prefiere quedarse con el plano final, redoble de tambores perfecto para una tesis a la que muy poco puede reprocharse.