El objetivo como extensión de la realidad o, en su defecto, como deformación de un estado que no converge con aquello que resulta tangible, material. Una manera de ver que transforma nuestra percepción arrojando una relación tan extraña como incierta… ¿hasta dónde puede lo fílmico crear una verdadera dependencia de esa (nueva) realidad? ¿es posible que esa mirada ficticia (en tanto hay una manipulación de la misma) traslade la perceptible en un plano real? ¿hasta dónde puede una lente mutar el comportamiento distorsionando aquello que es legítimo en una ficción impostada, pendiente de la farsa que el individuo desee crear?
Nicolas Bro se interpreta a sí mismo en aquello que podríamos describir como un singular experimento (meta)cinematográfico —como no podría ser de otro modo, en manos de Christoffer Boe—, si no fuera porque realmente va mucho más allá de la mera concepción de ensayo: y es que el autor danés, que regresa a cines con Un bocado exquisito, tiene la habilidad de dotar de una función muy concreta al trabajo que ejerce Bro cámara en mano, asiendo estampas cuya particular representación —tanto en el ámbito formal como a través de la construcción implícita que arrojan— poseen un objetivo meridiano. Porque, en efecto, es posible que Offscreen termine impulsando mediante el artefacto que compone una reflexión incluso más amplia de lo que pretende, dejando entrever lecturas que ni siquiera afila Boe desde su perspectiva: más bien forman parte indisociable del medio y de cómo la edificación de esas imágenes llega a procrear interpretaciones que surgen de la propia condición de las mismas, no necesariamente de aquello que el cineasta busca reflejar en ellas.
El amor sin amor, y la (re)creación como permuta de la realidad… entre simpático (al inicio del film) y trasnochado, Bro abraza esa obsesión en la plasmación de sentimientos (ya sean reales o ficticios) a través de lo fílmico, desplazando el contexto existente y buceando, a su conveniencia, entre estampas incluso fingidas —de hecho, en un momento, llega a afirmar ante Boe que siente un «nuevo tipo de sinceridad» cuando registra a Lena, su pareja, con la cámara— que buscan vertebrar un relato autoimpuesto, un relato cuya relación con lo palpable no parece tener más relación que la que busca Bro para poder concluir su particular narración.
Christoffer Boe articula desde Offscreen un ejercicio que, más allá de cuestionar la ambivalencia entre lo vivido —que, en realidad, en el film el espectador ni siquiera atisba, amén de las palabras de Boe hablando sobre su relación— y lo filmado, adscribe la creación a un estado reflejado en el devenir de las imágenes, sin el cual no se entiende el resultado final de las mismas. Todo ello es complementado por ese estilo —que se podría vincular al ‹Dogma 95› por su lugar de procedencia, pero en realidad encajaría mejor en el terreno del ‹Found footage›, tanto por su concepción como por esa raigambre genérica que va adquiriendo a medida que avanza el relato— cuyo grano refuerza la crudeza de la crónica, y hasta en sus momentos más cercanos al cine de género, sirve para hacer confluir esa atmósfera tan irreal como turbadora que es ya casi una marca de la casa —y que ha reproducido, con sus más y sus menos, en títulos como su debut, Reconstruction, o la posterior Beast, también protagonizada, casualmente (o no), por Nicolas Bro—.
Offscreen se alza como otro de los triunfos del cineasta danés, que encuentra en este aparato fílmico, repleto de una extraña violencia implícita en el rostro de Bro —que terminará despertando como lo que es: la reproducción de sus propios temores— y de una aspereza de las que es difícil liberarse, otra mirada desde la cual hablar sobre ese proceso idílico o destructivo (según se mire; en esta ocasión, el danés lo tiene claro) llamado amor. Una espiral imparable de sensaciones en la que reconstruir (y, por qué no, deconstruir) desde la ficción (y ese metalenguaje ineludible en su cine) aquello que tan difícil es en ocasiones abarcar desde la realidad.
Larga vida a la nueva carne.