La voz más pequeña, la más certera.
Yusuf y Memo son amigos. Dos individuos diminutos en una sociedad de estratos jerárquicos donde su opinión vale menos que la nada más absoluta. Yusuf, con su mirada melancólica e intensa, sin duda el motivo por el que es el elegido para liderar Mi mejor amigo, observa el castigo físico al que se ve sometido el otro niño en las duchas. Bajo la triste apariencia de autoridad, unos alumnos tienen que terminar este baño masivo con agua helada. Estamos en Turquía, invierno, dentro de un internado masculino, abarrotado de testosterona, ausente de empatía.
Yusuf y Memo duermen en el mismo cuarto. Memo busca atención de su amigo, no duerme, algo le inquieta. Yusuf parece consciente de lo que es conveniente y lo que es necesario, como si madurar fuese una forma de supervivencia. Pero, ¿es demasiado peso para las espaldas de alguien que aún no conoce bien el mundo al que se enfrenta?
Mi mejor amigo tiene algo de la infancia de su propio director, y algo de ese eterno conflicto por parte de los kurdos para encontrar su lugar. Turquía inspira esa desconfianza autoritaria e intransigente que se destila en cada escena de la película. Aunque partimos de la mirada infantil, recorriendo estancias pegados a Yusuf, que una vez enfermo su amigo intenta que alguien le escuche para que se encarguen de él, nos permite observar, un poco entre la opción del dedo acusador, un poco entre la involuntaria comedia de perdedor irremediable, cómo funciona un país a partir de un pedazo del mismo, olvidado en mitad de una incipiente tormenta de nieve.
El film se sucede a base de limitados espacios en los que cohabitar el problema y la ausencia de solución. Entre la ligera impaciencia y la pura desesperación, esperamos junto al joven alguna respuesta por parte de los adultos. Las evasivas, la confusión y la incapacidad de mando escondida bajo el grito, el golpe y el insulto, es el esquema que se repite hasta la saciedad cuando los implicados van aumentando, ya sea por parte de unos niños insolventes a la hora de tratarse con respeto cuando los adultos no saben transmitir ese conocimiento.
La bola crece mientras un menor yace tumbado inconsciente. A ratos, se intenta solucionar; después, se vuelve a la trampa de encontrar un culpable; se termina siempre intentando tapar los escabrosos agujeros de un sistema educativo que carece de finalidad. Una fábrica de hombres del futuro dirigida por patanes.
El drama es constante y pesado, y aunque todos encuentran justificación a su inoperancia, la mirada de Yusuf y el silencio de Memo están siempre presentes para demostrar que el cruce de palabras, gritos o acusaciones no sirven para un efecto inmediato, y que, probablemente, se olvidarán con presteza, incapacitando la posibilidad de ahondar de algún modo en los verdaderos problemas.
La película es un gruyer suizo por donde no se escapa únicamente la calefacción. Un microuniverso se abre ante nuestros ojos donde el afecto y el compañerismo parecen actos que promover en el más estricto secretismo para no sufrir (más) represalias, en una escuela donde todo gira en torno al honor y la rectitud a la turca. Es tal vez la constancia de su protagonista buscando a alguien capaz de escucharle la que aporta un poco de esperanza en un mundo donde todo parece ya dicho.