En ocasiones el título no es un dato bastante claro para saber sobre qué versará la película que comienza. En el caso de Make Up no se trata de un defecto informativo ni un error de los autores porque, ya desde su inicio, la intriga forma parte de un largometraje con afiliación al género dramático, variante temática sobre el comienzo de la edad adulta. En esta ocasión, la cineasta Claire Oakley concluye un aprendizaje fructífero —tras cinco cortometrajes previos— para dirigir su propio guión en una ópera prima muy sólida y sorprendente.
Desde su enunciado podría ser un film de misterio. También un drama o una comedia. Es un título tan polivalente como su propuesta. Juega al engaño por medio de una falsedad del argumento, justificada con la coartada formal. Porque su truco se debe a una percepción errónea de lo que sucede para los espectadores desde los sentidos del oído, la visión y el tacto de la misma protagonista. Esto puede molestar a parte del público por forzarlos a la desorientación, a sentirse confundidos por adivinar el truco tarde. Como si el cine no fuera un arte del engaño desde sus propios orígenes.
Make Up comienza como un thriller turbio y soterrado. Pasa por un desarrollo más próximo a una ‹coming of age›. Y en un giro inesperado la historia deriva hasta transformarse en una ‹feel good movie›. Con estos términos queda superada mi cuota de anglicismos facilones. Sin embargo, resultan lógicos para contextualizar el interés que acredita esta ópera prima en el largometraje. La británica Claire Oakley se lanza con la pantalla como lienzo panorámico, para contar una historia que podría ser tratada en 35 mm escasos o formato 4:3 por su carácter intimista. Pero decide sumergir al espectador por la subversión de la imagen más completa en su envergadura. Los planos generales captan el paisaje exterior en el que se sitúa el poblado de caravanas. A veces resulta un espacio reconocible y acogedor. Mientras que otras es un entorno lúgubre, hostil para sus turistas y pobladores. Estas vistas más abiertas contrastan con la alternancia de detalles, primeros planos, siempre más cortos en duración, flashes casi subliminales —en ocasiones— de partes del cuerpo, rostros, cabellos, uñas u objetos cotidianos. Con una ligereza virtuosa en el montaje que permite la fluidez de los planos secuencia. Mediante ‹travellings› y desplazamientos de cámara que acompañan a los personajes o escenas más dramáticas, como la excursión a la playa de la protagonista y una adolescente. La búsqueda de una residente fallecida en el campamento, toda una demostración de tensión mantenida entre suspense y terror, sin recurrir al susto forzado. O el clímax final que une todas las corrientes anímicas del film.
La cineasta maneja todos los recursos cinematográficos con ayuda de un equipo técnico entregado en el tratamiento ensoñador o perturbador de la fotografía. La resonancia climática del sonido, apoyado de forma justa en la composición musical de Ben Salisbury. La edición de Sacha Szwarc, un cómplice plenamente compenetrado con las intenciones de la directora. Todos trabajan junto a un reparto de actrices y actores jóvenes con rostros vistos en otras películas o series, pero sin una fama que restaría naturalidad a sus personajes. Con la fuerza expresiva en los ojos azules y penetrantes de Ruth (Molly Windsor) siempre atenta —por medio de la cámara— a sus sensaciones, excitación, temores o confusión. Una mirada que nos conduce por su evolución personal del romanticismo a un sentido del amor total más adulto y fructífero.
Claire Oakley arriesga, con maestría, mediante una propuesta que supera el argumento temático descrito en el guión. Gracias a la sugerencia audiovisual, táctil en ocasiones, retoma el testigo de otros cineastas curtidos en décadas anteriores, para usar unos géneros acomodados, sean el terror o el suspense, según el talante de cada secuencia. Pero modifica el patrón por la inmersión anímica que logra del público. Así, consigue contar mucho más de lo que ofrece al principio, y por lo que a mi propio interés atañe, conecta con un maestro del cine mudo como fue Victor Sjöström, sobre todo en El viento, en el uso adecuado de los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Elementos atávicos y primarios que erosionan y sedimentan paisajes con figuras humanas. Sentimientos con presentimientos. Vida con eternidad.