Por supuesto que la tesis inconformista de Mohammad Rasoulof es impactante, pero su película contiene muchos más elementos reivindicables. De hecho, el primer relato despertó mi interés mucho antes de identificar la temática que engloba el trabajo: la asfixia de un día a día encadenado a las obligaciones, la desgastadora interacción con la familia, la asunción de un programa preestablecido que no deja hueco para la libre elección… la exposición de la triste vida de Heshmat resulta interesante de por sí, más allá del sorprendente desenlace. Como también lo resultan los personajes secundarios, especialmente la mujer del protagonista, cuya apariencia egoísta esconde, según descubriremos, una sobrecarga de responsabilidades hacia una hija desatendida. Por eso, más allá de su (también reivindicable —y necesaria—) denuncia, La vida de los demás es perfectamente defendible en tanto estamos ante un producto de altas cualidades cinematográficas. También en el campo formal: su planificación oscila entre lo realista y lo estilizado, la fotografía entre el naturalismo y el manierismo. Se trata de una película que busca el punto exacto de seducir al espectador sin caer en el empalago.
Centrándonos ahora en el contenido, es de agradecer que el director deje espacio para la esperanza. Así lo demuestran los tres relatos que siguen al primero. Aunque ni siquiera en este aspecto abandona del todo el campo formal: Rasoulof nos presenta un atractivo juego de contrastes entre el activismo y el conformismo, arrancando con la presentación de un personaje totalmente pasivo para luego saltar al activismo más explícito. Ahí no hay duda, pero la cosa se complica en los dos últimos relatos, dónde Rasoulof nos presenta dos protagonistas cuyas decisiones, diametralmente opuestas, provocan igualmente trágicas consecuencias. Sólo una de ellas, no obstante, preserva alguna posibilidad de redención. En todo caso, ambos personajes son conformistas, de un modo u otro: el primero por la falta de reparo en obedecer cualquier orden, y el segundo por la tranquilidad con que decidió alejarse de la civilización para centrarse en su propia y exclusiva seguridad. Sin embargo, sólo uno de ellos se decidió a sortear la imposición, motivo por el cual las trágicas consecuencias de su acto pueden ser entendidas y, tal vez, perdonadas (no así el primer caso). Ahí es donde Rasoulof sitúa la línea que separa el conformismo del compromiso.
Finalmente, está la cuestión política. Porque La vida de los demás es, digámoslo ya, un producto activista. Como se anuncia en su prólogo, Mohammad Rasoulof tiene pendiente la resolución de dos juicios y su entrada en prisión parece inminente. De hecho, y según él mismo cuenta, el título que nos ocupa fue rodado de forma clandestina, lo que hace más meritorias todas sus virtudes. De ahí mi insistencia en remarcarlas: con facilidad la cuestión política eclipsa (algo comprensible) todo el apartado artístico. Sea como fuere, lo cierto es que el trabajo del director tiene un carácter mucho más comprometido que el de la mayoría de sus compañeros. Para entendernos, Abbas Kiarostami nos hablaba a través de alegorías y laberintos de realidad/ficción, Asghar Farhadi apela a conflictos de carácter universal como los celos, la envidia y la avaricia, mientras que Jafar Panahi propone juegos meta-lingüísticos (la causa jurídica que tiene pendiente es, de hecho, el resultado de haber montado una de las dos películas por las que Rasoulof fue denunciado). Mohammad Rasoulof, en cambio, es mucho más directo: su trabajo señala sin disimulo los fatídicos resultados del opresivo régimen iraní. Y el hecho de que su persecución política no haya logrado acabar con la carrera del director, ni siquiera con su talento, es algo que debe celebrarse.