Definir a David Lynch es atrevido y redundante. Director excesivo, críptico y silencioso, es capaz de transformar la narración visual a través de su fanatismo por lo onírico y experimental. Es impactante la cantidad de veces que hemos leído en los últimos años eso de «este director es muy “lynchiano”», como calificativo a todo aquello que no podemos explicar claramente sin que ese realizador nos coja de la mano y nos muestre el ABCD de su comprensión sobre el universo. Lo aceptamos, no siempre lo compramos, y consideramos que, lejos de la posibilidad de plagio, Lynch se ha convertido en un referente único en el mundo del cine, capaz de transmitir su propia esencia en mitad de la historia del celuloide.
Dicho esto, podemos considerar que ha sumergido sus propias neuras, filias y fobias a lo largo de su carrera en distintas dosis. Considerada gran parte de su filmografía como cine de culto, desde El hombre elefante a Mulholland Drive, que queda rescatada en la actualidad para la gran pantalla, han sido muchos los estímulos provocados con sus historias, pero hay una parte un tanto ‹trash› e improvisada que a muchos les hizo volar la cabeza por su estilo intrigante y trasnochado, de aspecto amateur pero concienzudo que abrazó Lynch con el nuevo milenio.
Bajo un proyecto web donde el director creaba contenidos exclusivos para suscriptores —ríanse de los usuarios de OnlyFans, aquí se trabajaba con criptonita—, durante años el director manipuló el formato digital y lo mezcló con lo que algunos consideran surrealismo hasta desembocar en Inland Empire y esa traumática metacinefilia que bordaba Laura Dern.
Micro-relatos inconexos, caricias de terciopelo y sogas, Lynch desatado generando extractos que nos llevan a destacar, sin olvidarnos de Rabbits, la pieza Darkened Room. Como un paso previo a lo que resultaría como su siguiente largometraje, durante ocho minutos Lynch condensa todos sus pequeños pecados para irracionalizar el drama y el suspense, dejando su huella personal en este cortometraje que se podría resumir como un apunte a pie de página en el estilo del inspirado autor.
Una cuarta pared rota al inicio de Darkened Room nos describe la situación, nos invita a no creer lo que vemos sin más, como un telón que nos enfrenta a dos mujeres, la eterna duda de si atender a la rubia o a la morena, una mapeada por el maquillaje corrido a base de extensas lágrimas ya secas, otra con un estudiado discurso que nos va a someter a la intriga ante los múltiples escenarios invisibles que promete. Ese cuarto oscuro de colores fuertes, medidos, brutos que está aparentemente vacío, pero lleno de detalles con los que nos implicamos gracias a una cámara intrusa y excesivamente cercana, una imagen sucia dependiente de una iluminación y encuadre asfixiantes, para que la tensión fluya sin más aderezo que una extenuante música que acompaña sin romper las normas.
El pasado y el secreto, esos grandes aliados del realizador, consiguen de Darkened Room un flashazo lleno de promesas inconclusas, un efecto óptico cercano a lo irracional, un lugar cómodo para ilusionados seguidores de Lynch, un cuarto inaccesible para cualquier otro mortal. Eli Roth, un joven e inquieto realizador entonces partícipe de esa web a la que no fuimos invitados a entrar en su momento, comparte protagonistas con este corto en Cabin Fever —así, como curiosidad, solo por engrosar el subtexto que cualquiera querría sacar de este galimatías visual—.
David Lynch como tótem cinematográfico, ha generado imágenes sin importar si se trataba de una colaboración con una gran firma de moda o una receta para cocinar quinoa, pero siempre vamos a encontrar ese ‹click› que nos asegure que es él y no cualquier otra persona, quien nos seduce con misterio e intensidad.
Para mí uno de los mejore sin lugar a dudas, te felicito por este pedazo de articulo Cristina.