Exorcismo forja a través del influjo de la magia negra una primera secuencia que, además de servir de preámbulo, concibe los cimientos de un relato cuyos pormenores se dirimirán, contra todo pronóstico, lejos de un terreno que bien podría haber dotado de un mayor aliciente a un film que no busca, sin embargo, subterfugios ni en ese ocultismo ni en un sobrenatural que no se personará hasta su meritorio tercer acto, en el que sí desembocarán los tropos que se deducen del título de la obra de Juan Bosch, y que cualquier aficionado al género habría esperado encontrar.
Por contra, el cineasta catalán, que firmaría el libreto junto a uno de los grandes nombres del fantaterror patrio —un Paul Naschy también protagonista ante las cámaras, empleando aquí su nombre real (Jacinto Molina) en lugar de su pseudónimo artístico—, acuña en Exorcismo un ejercicio que en ningún momento busca transitar las sendas habituales de un campo que años antes popularizaría El exorcista de William Friedkin —la cual, paradójicamente, y pese a tener una producción dos años anterior, llegaría unos meses más tarde que el film de Bosch a nuestro país—. El autor de títulos tan interesantes como A sangre fría desplazaba su cámara hacia las interioridades de un enorme caserón cuya particular rutina quedará quebrada debido al extraño comportamiento que desarrollará la pequeña de tres hermanos tras un accidente automovilístico en la vuelta de una escapada junto a su pareja; él, un joven estudiante, desatará todo tipo de suspicacias por el comportamiento de la joven Leila tras un viaje de estudios a África que el hermano de ella desliza como clave de esa actitud. El recelo se instaurará así en el seno del hogar familiar, alterando una situación que se irá enrareciendo paulatinamente, un hecho que no obstante Bosch no refuerza mediante la atmósfera del film, sino más bien a través de diálogos que emplea como herramienta para evidenciar ese estado cada vez más deformado por la inestable actitud de la muchacha; la manifestación, además, de ciertos secretos latentes en el hogar familiar, alimentarán, si cabe, esos conflictos internos que pronto se verán agravados debido a una serie de sospechosas muertes.
Eludiendo, pues, esa esencia que nos podría situar tras una incursión mucho más pronunciada en el fantástico, Exorcismo parece seguir los pasos de una suerte de ‹slasher› sobrenatural —dadas las circunstancias que rodean los presuntos asesinatos— que sirve como detonante de una investigación mucho más densa y sugestiva de lo que suelen deparar las constantes del género. Bosch se toma su tiempo en armar y preparar un terreno que acompañará las cada vez más desorbitadas actuaciones de Leila —desde el ataque que cometerá en su habitación, al desaire durante la celebración de su cumpleaños ante una sala llena de invitados—, posponiendo de ese modo sus secuencias más suculentas, aquellas que terminarán por certificar la naturaleza de una propuesta que sabe jugar sus cartas en todo momento y, por si ello fuera poco, lo hace con la pericia suficiente como para que el espectador sea partícipe de ello sin perder el interés por lo que sucede en pantalla.
Exorcismo no es, sin embargo, presa de las decisiones de un relato que en casi todo momento acierta y conoce cómo frecuentar los lugares comunes del género sin por ello resentirse lo más mínimo. La figura de Bosch se erige primordial gracias a su forma de administrar en todo momento el tono del film, sabiendo cómo generar atmósferas raras e inquietantes en apenas segundos, en especial debido a su manejo de recursos como la iluminación —a la que sabe dotar de una presencia propia y personal en el film— o una acertada planificación que, además, encuentra en algunas de sus extrañas angulaciones —como en la exploración de la casa de Harrington por parte del padre Dunning— una forma idónea de acrecentar cierta sensación de desconcierto.
Con ello, el cineasta consigue crear una de esas piezas diferenciales y sorprendentemente minsuvaloradas; quizá por su proximidad al título capital firmado por Friedkin dos años antes, o quizá por las atípicas vías que decide acometer Bosch en este turbador descenso a uno de esos territorios no siempre fáciles de manejar. Y es que, lejos de saber abordar sendas colindantes a una temática ya sugerente por sí sola, Bosch consigue reunir en su tercer acto los suficientes alicientes para que su Exorcismo suponga una parada obligatoria de ese género que obras de tan variado pelaje ha dado como el de las posesiones y exorcismos. En él, y en apenas una tercera parte de metraje, logra condensar del modo más certero aquello que se le podría demandar a una propuesta de estas características: desde la personificación de ese mal con cierta destreza —algo a lo que ayudan tanto unos dignos efectos especiales como la actuación de Mercedes Molina—, al consabido enfrentamiento final donde destaca tanto la puesta en escena como esa ya mentada iluminación, capaz de dotar por sí sola de una corporeidad muy particular tanto a atmósferas como espacios.
En definitiva, puede que Exorcismo no sea uno de esos títulos recurrentes cuando se accede a un género demasiado maltratado en no pocas circunstancias, pero tan cierto es como que el film de Juan Bosch resulta francamente satisfactorio, y bien podrá suponer un subterfugio distintivo para quienes busquen indagar en algo más que los clásicos conocidos por todos. Algo que podría suponer una excusa para acercarse a ella, pero tras afrontar su visionado se convierte en oportunidad para conocer una de esas joyas que, quizá no goce del nombre de otras, pero desde luego bajo la batuta de Bosch y Naschy —especialmente desde el guión— adquiere una dimensión de la que no demasiados ejercicios de género está en condición de presumir.
Larga vida a la nueva carne.