Pocas veces ocurre que un director de cine tan marginal para el gran público como Tsai Ming-liang tenga el honor de estrenar en nuestras pantallas. Si, además, esto sucede por partida doble (aunque una de ellas casi lo haga 20 años después) es motivo de celebración y jolgorio.
Autor de joyas del calado de El río, Viva el amor, El sabor de la sandía, ¿Qué hora es? o Good Bye, Dragon Inn —una de las estrenadas recientemente en la gran pantalla de nuestro territorio—, Ming-liang es uno de los puntales de La nueva ola taiwanesa (junto a Edward Yang y Hou Hsiao-Hsien), uno de los movimientos cinematográficos con mayor trascendencia del cine contemporáneo independiente.
Aunque todos los trabajos del director taiwanés de origen malayo estén conectados entre sí (de un modo que a veces, incluso, rozan la parodia) y su sello posea unas constantes tan definidas que dejan clara constancia de su autoría en cada instante, cada uno tiene una particularidad que lo convierte en un ente único. Hablamos de un cineasta que con el paso del tiempo sigue manteniendo su insobornable estilo, siempre al son de la maravillosa inexpresividad de Lee Kang-sheng, protagonista de todos y cada uno de sus largometrajes. De todos modos, en los últimos años ha atenuado parte de la sordidez y el sentido del humor de sus propuestas en detrimento de un radicalismo todavía más acusado y subversivo en la duración de los planos, especialmente en Stray Dogs y Rizi, sus dos últimas obras, que le alejan aún más (si cabe) de los preceptos asumibles por la industria del cine. Algo que nunca ha parecido preocuparle lo más mínimo.
The Hole fue rodada en 1998 y formó parte del proyecto 2000, Seen By..., una serie de películas producidas por una compañía francesa que se centraba en el cambio de milenio bajo el punto de vista de diez directores de países diferentes (en el cual participó mi también admirado Hal Hartley con la poco inspirada El libro de la vida). En ambos filmes (los únicos que he tenido el placer de ver de la serie) se acentúa la creciente paranoia apocalíptica que produjo el cambio de milenio en la sociedad de la época, encabezado por el problema informático conocido como el efecto 2000, que causó muchos menos agobios que los anunciados a bombo y platillo.
Durante la última semana del año 1999, una extraña epidemia (denominada la fiebre de Taiwán) que, según los expertos, tiene origen en las cucarachas, asola a la lluviosa Taipei. Dicha enfermedad provoca que los seres humanos se vayan aislando paulatinamente y terminen comportándose como esos impopulares insectos, caminando a cuatro patas, durmiendo debajo de la cama durante horas, bebiendo el agua de los charcos u ocultándose en las alcantarillas. Las autoridades piden a los residentes de los edificios afectados que abandonen su morada antes de año nuevo porque cortarán el agua. La mayoría de los habitantes de la capital taiwanesa ya han huido de la zona, pero hay algunos que resisten en sus aposentos. Ahí entran en acción los dos protagonistas del relato (un hombre y una mujer) que comparten edificio. Concretamente, viven uno encima del otro. Un fontanero hace un agujero entre ambos pisos porque la mujer de abajo sospecha que puede haber un problema con las cañerías. Pero el lampista deja la obra a medias y desaparece.
El agujero que da título a este delirante filme (uno de los más simpáticos de su extensa filmografía) es usado para dotarlo de un peculiar simbolismo y, especialmente, para conectar a los dos personajes con su entorno y sus acciones, si bien, inicialmente, se convierte en motivo de disputa entre ambos, sobre todo por parte de la mujer por ser la que vive abajo. Los dos hacen guardia alrededor de un orificio que representa a la perfección todos sus temores y anhelos más profundos. El vecino de arriba sacia su curiosidad mirona a través de él, mientras que la mujer lo percibe como una invasión en toda regla que repele con un insecticida al ver como aparecen cucarachas y un líquido con un olor muy desagradable que por esas extrañas casualidades de la vida termina en sus manos. Incluso hay espacio para un pequeño homenaje a la mítica secuencia del paraguas vista en Rififí, la obra con mayor reconocimiento de Jules Dassin.
A pesar de hacerse valer de un tono más fantástico y apocalíptico que otras veces, principalmente por la particularidad de la enfermedad retratada que asola al país vecino de la gran China, la mayor preocupación del director asiático vuelve a estar en desarrollar su tema favorito, el embelesamiento de la psique humana que propicia la indiferencia, la soledad, el vacío existencial, el aislamiento y la falta de comunicación de unos personajes ofuscados que solo parecen moverse para satisfacer sus instintos más básicos. Tsai exhibe un universo en el cual las paredes de los edificios ejercen sobre sus personajes una angustia similar a la de los barrotes de una prisión. No obstante, en esta ocasión comparten la inquietud con ganarle la batalla al virus y al agua que amenaza, más que nunca, con devastar su forma de vida, por exceso y por defecto. Como es habitual, también hay un trasfondo político y social que transita en muy segundo plano, pero resulta evidente que el capitalismo más salvaje y su velocidad de vida aparecen frecuentemente en el punto de mira.
Ming-liang, durante su extensa trayectoria, ha destacado por confeccionar a menudo un estilo cinematográfico muy físico basado en el lenguaje corporal, plagado de escenas cotidianas que tienen lugar de forma casi cíclica y que, aparentemente, no aportan demasiado a la trama, pero que adquieren un significado especial y son esgrimidas para enfatizar el cacao mental que tienen sus almas en pena, unos personajes con los que es muy sencillo sentirse identificado a pesar de hallarse a miles de kilómetros de distancia. El veterano autor asiático dota de un peculiar misticismo a las actividades más básicas del ser humano, recreándose en mostrar de un modo desafiante situaciones que el cine convencional suele saltarse mediante fulgurantes elipsis narrativas, que en sus películas dan la sensación de ser utilizadas a la inversa en los trances que desprenden la más mínima acción que pueda alterar el ritmo letárgico que propone, siempre al amparo de la quietud del plano fijo como seña de identidad principal, junto al talentoso uso de la luz y del espacio, empleado este último como imagen alegórica de sus protagonistas.
Los números musicales, a pesar de no poseer un cariz tan bizarro y provocador como los de la posterior El sabor de la sandía, son expuestos con la misma intención, la de contraponer la triste realidad del presente con las optimistas fantasías de unos seres desmoralizados por la falta de afecto y la opresión de un entorno, el de las grandes urbes, que se convierte en el auténtico monstruo (digno de un filme de terror) de la narración en todas y cada una de sus películas. Estas partes oníricas cuentan con ese encanto especial que le proporciona a cierto cine asiático el uso de temas musicales añejos que nos trasladan a otra época. Las mencionadas ensoñaciones impregnan a la cinta taiwanesa de un colorido que contrasta con el matiz gris y frío imperante en las fases que evocan la realidad y un ritmo a la narración pocas veces visto en su filmografía. Todos los temas musicales de Grace Chang (a quien dedica la película en un cartelito durante los títulos de crédito finales) expresan a la perfección la evolución de los sentimientos del personaje femenino, interpretado por otra de las habituales del malayo (la estupenda Yang Kuei-mei) en su relación con el vecino, que va mutando sobremanera tras la repulsa que inicialmente le procesa por estar tan íntimamente relacionado con el origen del agujero.
Siempre que hablamos del lenguaje de este personal cineasta resulta inevitable aludir la importancia de la figura del agua. Y aquí alcanza sus mayores cotas pues su aparición es persistente y cuasi agotadora merced al sonido amplificado y distorsionado de la lluvia, que no para de caer en ningún momento. La vecina de abajo, durante todo el metraje, trata de lidiar una tan tenaz como infructuosa lucha contra el agua que se filtra por las paredes utilizando todo tipo de trapos y recipientes. Sin duda, una vuelta de tuerca, que bordea la caricaturización, a lo expuesto en El río, su anterior filme, en el cual el personaje del padre de la familia también dedicaba casi todas sus fuerzas a una surrealista contienda contra el líquido elemento que se manifestaba mediante unas incansables goteras.
La falta de diálogos, aunque aquí estén más justificados que nunca porque la mayoría de escenas muestran a personajes en solitario, suele dotar de mayor autenticidad a las situaciones. No obstante, la elocuencia verbal no varía en demasía en sus obras en las que conviven o se relacionan entre sí. La mayoría parece llevar una existencia desdichada que les ha hecho abandonar la comunicación verbal. La palabra, como sucede en todos los trabajos del director asiático (salvo en Rebeldes del dios Neón, su debut), casi brilla por su ausencia, excepto cuando hay una ensoñación musical o suena la radio (otro de los aliados usuales en el cosmos del director de origen malayo afincado en Taiwán) que aquí lo mismo nos va informando del estado de la epidemia como nos deleita con una receta de comida. Debido a esta falta de diálogos, en ciertos momentos, Tsai desorbita el uso del sonido ambiente de tal manera que parece introducirnos a través de ellos en la mente de sus personajes en su batalla interior.
En la segunda mitad se produce un marciano acercamiento entre la pareja protagonista con lances marca de la casa Ming-liang que chocan locuazmente con la cordura y que, probablemente, tengan que ver con la kafkiana metamorfosis que los dos personajes principales están sufriendo por esa enfermedad que asola a la sociedad taiwanesa y parece haberles poseído antes de la icónica escena final, cómo no, con el agujero de protagonista. Un epílogo liberador que depara, de un modo bello y lírico, un atisbo de luz y esperanza en la húmeda pesadilla que están sufriendo.