Quizás hay una excesivo volcado nostálgico hacia los ochenta. Quizás sea porque se recuerde como una época más inocente o alegre, quién sabe. Dejando de lado que estas afirmaciones podrían ser ampliamente debatidas en torno a la significación política de la época, no nos cabe duda de que en lo cinematográfico si que los ochenta fueron una época muy loca, muy libre y nada coercitiva en cuanto a los temas tratados y la manera en que eran exhibidos. Sirva de ejemplo la doble sesión a la que asistió un servidor (sí, en aquella época existían los denominados cines de reestreno que ofrecían pases dobles) en su infancia en la que el programa era Karate Kid y la película que nos ocupa: La Noche del Cometa.
Poco a nada que ver tenían aparentemente el film de Avildsen con una película de terror de serie B. Pero si lo miramos más profundamente descubrimos que de alguna manera ambas se conectan a través de su condición de película desacomplejada, de reinvención de género que va más allá de mero ‹exploit› para ser catálogo de estética de época reinterpretada a través de una mirada colorista, estereotipada de sus propios referentes.
En el caso de La Noche del Cometa se aprovecha el propio contexto histórico para sacar partido de los miedos infundados que aparecieron en diversos tabloides con motivo del paso del cometa Haley. ¿El resultado? Una cinta de zombies ‹sui generis› donde los no muertos son producto del polvo estelar del cometa. Un ‹survival› post-apocalíptico donde no encontraremos hordas, ni monstruos devora carne. En su lugar aparecen una especie de monstruos deformes, con recuerdos y funciones motoras y cuya ansia es básicamente eliminar a cualquier ser humano que se encuentren sin intención gastronómica alguna.
Con esta premisa Thom Eberhardt desarrolla una película que, a pesar de lo terrible de lo acaecido, es curiosamente divertida y que plasma las diversas obsesiones del momento. Hiperconsumismo desenfadado que se aleja del modelo “romeriano” de Amanecer de los Muertos, música pop como vínculo de esperanza, organizaciones gubernamentales ultrasecretas, bandas juveniles que no saquean, sino que toman posesión de las tiendas como si fueran ‹entrepeneurs› salvadores del sistema y un uso recreativo de las armas cuyo uso desenfadado nos habla en positivo de su tenencia lícita.
De alguna manera La Noche del Cometa es un filme propio de la era dorada del “reaganismo”. Un reivindicación de un neoliberalismo inconsciente que se interpreta más allá de lo económico y pasa a ser una manera de ver la vida como una especie de hedonismo de hombreras y mallas de colores chillones frente a un pretendido control gubernamental que intenta seguir presente incluso en los estertores de la civilización.
Estamos pues ante una película con mucha comedia de apariencia inofensiva pero que tiene una velada intención irónica en sus comentarios sociales al mismo tiempo que consigue articular momentos de horror, casi como gags intercalados, que conseguirían resonar incluso en autores como Carpenter (esencialmente el episodio de la pesadilla policial vista después en En la Boca del Miedo). Un film modesto si se quiere, pero tremendamente efectivo en su balance formal y temático y que acabaría por ser reivindicado como el clásico de culto que es.