Una carretera sin fin, unos escalones de improbable fin… y una secuencia que se repite en el espacio, pero no en el tiempo. Una suerte, en definitiva, de paradoja temporal que ejerce su influjo en un escenario determinado, pero que se extiende día a día atrapando a sus personajes en ese medio, si bien no inhóspito, sí asfixiante, incómodo en su condición de lugar en el que volverse a topar continuamente con las mismas ubicaciones. Una especie de pesadilla kafkiana mediante la cual el por aquel entonces debutante Isaac Ezban nos traslada a una particular mirada genérica donde la atmósfera queda revocada en pos de una descripción pormenorizada de esos espacios, los cuales no dejan de ser una traslación del estado de unos personajes perdidos y rotos en un lugar del que no parece haber escapatoria bajo ningún pretexto.
Ezban prioriza, pues, la puesta en escena a la consecución de un caos vital y una incertidumbre que se trasladan igualmente a la pantalla, más en boca (y reacciones y gestos) de sus personajes, que desde la construcción de un ambiente irrespirable. Y es que, al fin y al cabo, los protagonistas de El incidente comprenden el espacio que ha sido dispuesto en esa extraña situación desde prismas opuestos, aquellos que les llevan a adoptar decisiones drásticamente distintas, aprendiendo a coexistir en ese universo o, por otro lado, desistiendo y malviviendo ante la imposibilidad de hallar una vía de escape al infierno al que han sido abocados. En ese sentido, la virtud de la ópera prima del mexicano reside en que la figura del cineasta no se alza en forma de demiurgo, puesto que al fin y al cabo todo está definido en ese microcosmos: si no hay manera de salir de él, es dado que el destino que aguarda a sus habitantes está marcado a fuego y tiene una finalidad muy específica.
El incidente no avanza desde esa perspectiva en base a golpes de efecto: es el comportamiento de sus protagonistas el que delimita su interacción en la narración concebida por Ezban. Más allá de un pequeño gesto que será el que obrará como desencadenante de esa situación, pues, no hay más elementos que, a priori, puedan guiar el camino de los personajes del film hasta su revelador tercer acto. Es, quizá, por ello, que el cineasta bucea en un particular dispositivo formal —en el que destaca esa fotografía de tonos apagados, en ocasiones incluso feísta, así como un uso de los planos generales y la ‹steady› que surgen como mecanismo para envolver al espectador en ese universo y su misterio— como respuesta ante los tropos del género, de los que huye con habilidad conformando una creación de lo más inmersiva, que no se empeña en construir barrocas atmósferas para trasladar ese desasosiego y malestar a un público que, afortunadamente, tiene ante sí a un ávido narrador capaz de concebir dos relatos —con sus distintas vertientes, aunque terminen confluyendo— sin que ninguno de ellos se resienta, constituyendo además imágenes cuya funcionalidad está fuera de toda duda, huyendo de la capacidad icónica de las mismas, y perseverando en esa idea sobre su aptitud como pieza indispensable en la constitución de ese universo.
Si bien es cierto que el primer trabajo de Ezban tras las cámaras resulta tan plagado de imperfecciones como pequeñas fallas —la estridencia, en ocasiones, de su elenco al trasladar esa desazón e inquietud que atenaza a sus personajes, o las manifiestas carencias en la consecución de un tono más cohesionado que, sin embargo, el autor de Los parecidos, solventa con cierto arrojo y otro tanto de talento—, El incidente es una audaz muestra de que la determinación, más que un imaginario propio e ideas para construir un sugerente relato a su alrededor, resulta indispensable para continuar explorando las posibilidades de un fantástico venido a menos que, en manos de Ezban, no parecería ni mucho menos un incidente ver resurgir si el prometedor recorrido del autor mexicano logra hacer confluir esa percepción y capacidades en un marco más propicio para desarrollar un cine lejos de corsés y marcas.