La Gomera se estrena en España tras dos años de su ‹premiere› en el Festival de Sevilla (mejor tarde que nunca) siendo doblemente intrigante. Por un lado, su narrativa a-cronológica (nada común en el cine de Corneliu Porumboiu) y, por otro, su “reinvención” del cine negro a partir de una semiótica múltiple la convierten en un film tan amargo como curioso dado el despliegue estilístico del cineasta rumano.
Lejos y no tan lejos de la gran Policía, adjetivo (Politist, adjectiv, 2009), La Gomera sigue las huellas de las preocupaciones por el sistema policial del país desde el punto de vista de un juego de máscaras y una fusión de géneros. A diferencia de la primera, donde el individuo se opone al sistema y la burocracia para darse de bruces con la ley, en La Gomera imperan las lealtades, la corrupción y el juego a dos bandas de también un individuo, interesado en el dinero que se perderá en un mar de apariencias. La constante presencia de la observación directa e indirecta de una trama que se acerca a lo hitchcockiano de manera lacónica se une al silbo (lenguaje silbado de las Islas Canarias), las cámaras de vigilancia, los micros ocultos y los espejos que se sitúan en un encuadre muy ancho para construir un laberíntico thriller procedimental a plena luz del día. Cine negro sin sombras ni misterio, más allá de la intriga de las relaciones causales entre las diferentes secuencias divididas en capítulos con nombre propio.
El interés de Porumboiu por la vigilancia y la semiótica (y por la semiótica de la vigilancia) se manifiesta en su nueva película no sólo en referencias simbólicas como las antes mencionadas, sino también en la apropiación tan inusual como algo pedante de la “gramática” del cine negro. A partir de escenas funcionales y expositivas de personas que ingresan en diferentes espacios o se mueven del punto A al punto B explicando el C, La Gomera destruye la concepción misma de un tipo de cine concreto y alerta (de modo cómicamente serio) sobre el inexorable paso del tiempo dentro del cine, un arte que avanza a pasos agigantados por lo menos en ciertos ámbitos. Porumboiu se aleja de una reflexión en torno a la Rumanía callejera para sacar a relucir una revisión de un género cinematográfico. Más allá de la trama están las concatenaciones entre exageradas y oportunas que homenajean o se burlan quizá de un cine muerto mientras aparecen resquicios de la imposibilidad de seguir jugando al juego de los roles y los espías satisfactoriamente. Cristi, el protagonista, se ve envuelto en su propio espacio metacinematográfico, con una ‹femme fatale›, una policía corrupta, un gángster y un traficante para desenvolverse entre la siempre atenta mirada de un objetivo (diegético y extradiegético). Lo clásico de la música (óperas, conciertos y sinfonías más que conocidas) y de la premisa se hace líquido con la llegada de una modernidad aplastante y rupturista. El fin de una cronología y de los propios códigos de un cine conllevan el fin de un tempo cinematográfico y la renovación de un género a partir de la mala organización de los fragmentos de lo que fue…
La Gomera es, ante todo, un metacomentario consciente de una tradición obsoleta que incluso en su “final feliz” juega con el exceso y la atracción materialista de lo falso, dando a entender que la ficción está senil.