Un efecto óptico es la confirmación de aquello que ya se intuía en Gente en sitios: Juan Cavestany es el director de la cotidianidad incómoda. Un retratista de las rutinas, aparentemente intrascendentes, del ordinary people en versión española que se manifiestan en un malestar casi imperceptible pero permanente y la necesidad de huir de él, ni que sea, a través de un escapismo que puede ser tanto físico como mental pero igualmente inútil como una carretera circular.
Si el trasfondo de Gente en sitios partía de un hiperrealismo esbozado en ‹sketch› que derivaba en una indefinible atmósfera malsana (a pesar de su apariencia humorística) en Un efecto óptico Cavestany se zambulle en una historia en forma de bucle, o de puzzle deslavazado que bien podría formar parte de el universo de The Twilight Zone o, como certeramente apuntaba Gregorio Belinchón, podría ser una película de Paco Martínez Soria dirigida por Christopher Nolan (en su versión más ‹low-fi›, se entiende).
Puede que esta sea una obra que tenga una mirada de condescendencia sardónica sobre el propio cine, su construcción de mitos y la afectación que tiene en nuestra percepción de la realidad cuando le aplicamos el filtro de lo visto en ficción. Algo de ello hay en ese New York ultra turístico que, al fin y al cabo, se ha revisitado tantas veces en pantalla que su realidad acaba por convertirse en un sosía urbano de lo que vemos cada día. Una percepción que puede variar en función de nuestro estado de ánimo desde la ilusión hacia la (re)visitación de lo (des)conocido hasta el pánico ante este Doppelgänger de cemento que nos lleva a los lugares más oscuros. Sí, New York puede ser igual que Burgos en su belleza, pero también en un extrañamiento que convierte lo cotidiano en una amenaza inexplicable pero igualmente pavorosa.
Pero la sensación es que Un efecto óptico usa todo ello para crear una inmensa parábola sobre cómo se desdibujan los límites de la realidad en aspectos como la identidad o la pertenencia. Con este bucle no solo asistimos a lo que podría ser una crisis de una pareja de mediana edad, sino de cómo cada uno de sus miembros pierden su esencia tanto en su intento de contentar al otro como en la búsqueda de soluciones en lugares equivocados. Y con ello también contemplamos cómo el turismo, tal y como es concebido actualmente, acaba por difuminar las características que hacían de cada lugar un sitio único para convertirse en la copia de una copia, en algo reconocible en su versión más industrial.
Al final, el film de Cavestany no deja de ser un alegato al respecto de algo que sobrevuela todo el metraje: la pérdida. Sentirse solo, aún estando acompañado, el miedo que supone no conectar con nada, ni familia, ni entorno, ni esa zona de confort que permite la comodidad del clavo ardiendo al que aferrarse. Y aunque tenga un tono de comedia desencantada, al final estamos ante un filme que describe de forma brillante, devastadora y, en cierto modo, terrorífica, la soledad, la desesperanza y la búsqueda imposible del reencuentro con uno mismo, con los seres queridos, con el lugar donde vives.