Hay un cierto primitivismo en las imágenes de En la puerta de casa, film independiente que supuso el debut de Chris Gorak tras las cámaras, que bien podría corresponderse con una escasez de presupuesto más que patente al abordar determinadas secuencias o emplear algunos recursos. Pero lo cierto es que parece haber en ese tratamiento algo más que una simple decisión formal derivada de una limitación económica que ni siquiera supone ‹handicap› alguno para Gorak al encauzar una propuesta cuyas bases resultan tan definidas como sólidas. Es en ese descarnado tono que maneja en casi todo momento el cineasta, donde encajan a la perfección el sentido de unas estampas que el otrora director de arte de films como El hombre que nunca estuvo allí teje con una facilidad inusitada; así, de un tan sencillo como eficaz manejo del plano —sustentado prácticamente por una cámara en mano que sirve para trasladar el desasosiego de la situación descrita con el tino necesario— a esa fotografía en ocasiones áspera, e incluso un inteligente empleo del sonido —no hablamos solo de una banda sonora casi siempre en segundo plano, sino también del incesante zumbido de esa radio, o de la constante e inevitable presencia de cualquier aparato telefónico—, conforman el medido dispositivo formal de un film que se rige a la perfección por unos códigos desde los que imbuir una manifiesta tensión escénica a unos espacios limitados que, sin embargo, el realizador estadounidense aprovecha con creces.
En la puerta de casa bien podría ser, en cierto modo, germen de aquella fatídica jornada marcada por los atentados del 11-S, y es que en el film de Gorak se atisba una incertidumbre —derivada de esa situación que ni las propias autoridades parecen saber manejar— desde la que dibujar con pulso esa paranoia latente en una sociedad incapaz de acometer sencillas directrices, siempre desplazada ante un estímulo de supervivencia que prácticamente define nuestra esencia, imbuida por esa contrariedad que nos lleva a confrontar raciocinio y visceralidad ante esas tesituras que nos empujan a nuestros límites. Gorak es capaz de puntualizar ese estado a través de la escritura de unos personajes en los que, si bien no alcanza la profundidad necesaria, sí otorga al menos los apuntes forzosos para dotar de una determinada dimensionalidad a individuos que no siempre podrán atender a la razón, sino más bien a un instinto desde el que poder transitar (de aquella manera) un terreno tan quebradizo como el que arroja esa situación. Afortunadamente, En la puerta de casa huye de discursos moralizantes —si bien la moraleja de su conclusión, cuyo desgarro (aunque a nivel de dirección quizá sea el tramo más discreto del film) podría rememorar el cine de Romero, da una puntada de lo más cruenta— y, en especial, de ese sentimentalismo tan enraizado cuando se busca explorar conflictos entre personajes —es, de hecho, la secuencia que más se le podría acercar, aquella que funcionaría como suerte de gesto tan íntimo como expiatorio—, haciendo de su equilibrio como pieza de género una línea perfectamente trazada. Pero, pese a funcionar como tal, Gorak va más allá y explora con suficiencia unos ejes dramáticos ya anticipados en su secuencia germinal, que sin necesidad de forzar, dotan de un tono más concreto a una de esas óperas primas que, sin ser del todo diferencial, extrae, cuanto menos, de su sincera modestia y solvente manejo de recursos, virtudes sobradas como para acercarse a uno de esos ejercicios tan veraces como comprometidos con el tejido de un discurso y carácter que Gorak acierta respetando hasta las últimas consecuencias, todo ello sin olvidar concebir una de esas logradas atmósferas tan (en ocasiones) claustrofóbicas como (la mayoría del tiempo) resolutivas.
Larga vida a la nueva carne.