No cabe duda que una vez finalizada, Shithouse (un título, por cierto, bastante desafortunado) nos hace pensar en un trabajo que podría ser una hija pequeña de la obra de Linklater. Un film que recorre lugares comunes de su filmografía en sus paseos dialogados de la Antes del Amanecer, el ambiente universitario de Todos queremos algo o el crecimiento personal a través del tiempo (y de la elipsis abrupta) de Boyhood.
Queda claro que el debutante realizador Cooper Raiff ha tomado buena nota de todo ello trasladándolo a su imaginario personal. Este es un film que podríamos calificar como de alumno aplicado, pero no especialmente brillante ni imaginativo. Cierto es que nada chirría en una trama y una narración sólida y que consigue, en algunas ocasiones (contadas, eso sí), momentos de autenticidad emocional apreciables. No obstante, el film transcurre durante demasiado tiempo entre una búsqueda fallida de lo trascendente y el tedio de lo inane y predecible.
Esta es una comedia romántica que quiere hacer de la discreción su punto fuerte. Nada es especialmente solemne, como si se quisieran buscar adrede las claves de la autoafirmación personal y el descubrimiento del amor en los pequeños detalles. Tanto es así que estos acaban por resultar microscópicos, cuando no invisibles. Y es que al final uno no acaba de entender ni los dramas del protagonista, más cercanos al consentimiento del niño mimado que al trauma profundo, ni las reacciones de su partenaire que, queriendo ofrecer una imagen de libertad de elección, acaba pareciendo más un juego caprichoso propio de la inmadurez.
Quizás por esta falta de precisión en el dibujo de los personajes, a pesar del tiempo que se toma en ello, nunca acabamos de entrar en el juego propuesto, sobre todo por lo que hace referencia al vínculo emocional con ellos. O lo que es lo mismo, la simpatía que se supone deberíamos sentir por ambos deviene en demasiadas ocasiones en desidia cuando no franca irritación.
Pero no todo son malas noticias en Shithouse. Hay que destacar fundamentalmente su honestidad y sus ganas de transmitir positividad sin parecer un libro de autoayuda barato. Hay franqueza y verdad en su mirada y contiene, como comentábamos al inicio, un desenlace mediante elipsis que no solo sorprende por su efectividad, sino por su capacidad de plasmar el cambio temporal de sus personajes, su conclusividad sin complejos y porque es quizás el momento exacto dónde Cooper Raiff parece dar con la tecla tonal y emocional que andaba buscando.
Por todo ello nos quedamos con la sensación de estar ante una película cuyo desarrollo parece un prólogo demasiado largo para llegar al punto auténticamente interesante de la misma. Como si fuera un ‹tour de force› de prueba y error, un experimento dubitativo enfocado desde un libreto bien aprendido pero rutinario en su mecánica. Solo cuando vuela libre de sus ataduras y muestra cierta personalidad autoral, se atisban trazos de lo que podría haber sido algo más que un discreto debut. Hagamos, sin embargo, como el filme, y mostremos positividad ante ello, resaltando que un final puede ser, paradójicamente, el punto de arranque de una prometedora carrera.