Como en una coreografía de tango, los protagonistas de El diablo entre las piernas (Arturo Ripstein, 2019) escenifican durante todo el metraje de la película un conflicto que se desenvuelve en los intensos y melodramáticos términos propios de algunas de las letras típicas de las canciones de este género musical. Un conflicto físico y emocional a través de los cuerpos de los ya muy mayores Beatriz (Silvia Pasquel) y el Viejo (Alejandro Suárez), un matrimonio que ha durado quizá demasiado tiempo. En sus interacciones cotidianas supuran los reproches, las pasiones y la podredumbre moral acumulada durante décadas, que emergen de entre los restos de unos hipotéticos afectos que cuesta encontrar a través del retrato de su director en el contraste de su fotografía en blanco y negro. Los insultos y las vejaciones que soporta Beatriz componen para ella un álbum de recuerdos que prueba, desde su retorcido punto de vista, el deseo que todavía mantiene su marido, loco de celos por un lejano historial de promiscuidad y sus sospechas de que mantiene todavía una libido activa que satisface fuera de casa. Una casa donde transcurre la mayor parte de la acción del filme, que encierra a sus personajes en unos decorados recargados de detalles, objetos y recuerdos envueltos en una atmósfera mortecina, con una joven empleada doméstica como testigo y parte.
Una de las pocas formas de liberarse para Beatriz son las clases de baile, donde encuentra una vía para expresar sus deseos a través de las rutinas en las que instruye su profesora. El Viejo sin embargo no disimula su obvia hipocresía, manteniendo una amante mientras reprocha groseramente a su mujer el rastro de olor que deja en su ropa interior su todavía existente concupiscencia. Desde su rigurosidad formal los planos secuencia son el armazón fundamental sobre los que construye su narrativa. El uso del steadicam resalta sobre todo cuando sigue a sus personajes por los pasillos de una casa que actúa de espacio escénico absoluto, que determina por completo su aspecto visual. Los diálogos son abiertamente literarios, con intrincadas reflexiones y giros poéticos, que son declamados por el reparto en un estilo rígido y teatral. Las largas secuencias de diálogo se capturan con planos sostenidos de varios minutos que dan a la tensión dramática el fin en sí mismo de su desarrollo. En muchas ocasiones la cámara está al servicio de una perspectiva sobre una prefiguración de la imagen —y su perspectiva— que poco tiene que ver con lo cinematográfico y mucho con considerar el espacio un simple decorado que existe exclusivamente en función de los protagonistas que habitan en ellos.
La coherencia es máxima, pero el dispositivo formal de la cinta queda totalmente supeditado al texto, a los diálogos. Es con ellos que se elabora el drama y se avanza en el relato, se revelan emociones y pensamientos, incluso a través de soliloquios de personajes en solitario. No hay subtexto y apenas acompañamiento de un trabajo con el plano o el espacio para ir más allá de lo expresivo de la palabra. La teatralidad aquí no se establece a través del lenguaje fílmico, sino que lo restringe para dejar que esta idea dramatúrgica de puesta en escena y narración prevalezca y ahogue casi cualquier otra posibilidad. Por eso resulta llamativa esta supuesta suciedad con la que quiere proveer a la obra dentro de este concepto estático y aséptico del tratamiento de los cuerpos con los que fija una distancia insalvable —incluso cuando hay escenas de sexo o momentos supuestamente sórdidos y obscenos—. Lo estético tampoco oculta un conflicto construido sobre conceptos de lucha de sexos y esencialismo biológico sobre las diferencias entre hombres y mujeres, perpetuadas culturalmente, tan anacrónicos como obsoletos pese a su transgresión aparente y ambigüedad de su resolución, que lejos de tensionar la contradicción los reafirma.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.