Al terminar I Don’t Think it is Going to Rain no puedo evitar que un cierto regusto agridulce se quede junto a mí, a pesar de las evidentes virtudes de este sentido y humilde trabajo. La razón me parece obvia: junto a la inevitable melancolía que se desprende de sus últimos y elocuentes planos, también está la necesidad no satisfecha de conocer más en profundidad a sus singulares protagonistas, en especial a esa anciana que ve cómo el mundo que conoció una vez empieza a diluirse en el trasiego de un presente acelerado y, a ratos, tendente a la banalización (la tradición y los ritmos del pasado vistos desde la mirada bulímica y superficial del turista ocasional).
A la pregunta de si son suficientes diez minutos para insuflar en el espectador el ánimo de reflexionar sobre el cambio generacional, el paso del tiempo y el diálogo entre pasado, presente y futuro, temas todos ellos capitales en el trabajo que nos ocupa, la respuesta es sí: Guxens logra articular en este breve espacio ideas interesantes en torno a estas cuestiones. Ahora bien, creo que, desde una perspectiva estrictamente emocional (porque este documental, que explora temas de carácter humano tan relevante, debería calar hondamente en este sentido), la película se queda un tanto corta.
No es que el estilo tranquilo, despojado y reflexivo de su director no case con este material, al contrario, pero servidor echa en falta más metraje para que las circunstancias vitales de esta abuela y su nieto realmente conmuevan al espectador. En mi opinión, Guxens ha pecado de modestia. O quizás esté solo en esto, porque es cierto que lo apuntado sobre ambos personajes resulta evocador, pese a estar sólo esbozado y dejar tanto margen a la imaginación del espectador, pero creo que esta materia prima podría haber dado para un mediometraje (o incluso un largometraje) más completo y sustancioso, en lugar de quedarse en el aperitivo (tierno, dulce, delicado, pero excesivamente ligero) que es ahora mismo.
Aún así, como digo, posee varios elementos valiosos, entre los que cabe señalar el respeto con el que su director filma (mira) a sus protagonistas, así como el tratamiento igualmente respetuoso con el que aborda la cultura china (incluida la gastronómica: el premio que ganó en el festival de Málaga creo que era de índole culinaria), de la que parece genuinamente enamorado, a tenor de otros cortometrajes suyos previos igualmente enfocados en lo oriental. También merece mención su capacidad de observación y su enfoque sereno, en el que prima lo humano sobre el alarde estético infructuoso.
En definitiva, que pese a que quien esto escribe se quedó con “hambre” de más (lo cual, siendo un reproche, no es algo del todo negativo), también debe reconocer que Guxens tiene talento y que uno no se arrepiente de haber pasado estos pocos minutos con Ling Xiuzhen y su nieto, más bien al contrario, ha sido un placer ser testigo de su día a día y verlos sentir y reflexionar al rebufo de los tiempos, siempre en movimiento…