El ‹far west›, un microcosmos donde la hostilidad no conoce lindes ni medida; cruento, sucio, pero no por ello desprovisto de una emotividad —en ocasiones nostálgica— necesaria; provisto de su propia ley, en el que cualquier individuo —el más rápido— puede marcar el devenir de los acontecimientos; y de condición acentuada por un ambiente tan árido como sus propios parajes, ese donde sobreviven los prestos a aguantar cualquier inclemencia del lugar… o de sus habitantes. Quizá, en ese sentido y por ello, siempre han sido extrañas ciertas presencias en el western —entre otras, esas que Hitchcock, llevándolo a su terreno, insistió en eludir en aquella célebre cita que rezaba «Nunca trabajes ni con niños, ni con animales ni con Charles Laughton»—, hecho que todo un especialista del género —ahí quedan piezas como Los cuatro hijos de Katie Elder o Valor de ley— desechó en uno de sus últimos trabajos, esa Círculo de fuego protagonizada por Gregory Peck —pieza indispensable, también, del lejano oeste— junto a una inesperada acompañante: la jovencísima Patricia Quinn —a la que Rob Zombie rescató para su magnífica The Lords of Salem (nunca está de más reivindicarla de nuevo)— en uno de sus primeros papeles.
Círculo de fuego parte, desde las peripecias de esa atípica pareja (para esos lares), de una premisa común: el viaje (llámesele ‹road movie›, si se quiere) de un individuo (en efecto, Peck) en busca de venganza debido a una traición pasada que le puso durante una larga temporada entre rejas, así como la soslayada persecución al mismo por parte del objeto de venganza. Es desde unos mimbres tradicionales como Henry Hathaway enarbola una de esas historias de redención con alguna arista: a Clay Lomax, el protagonista de este western, no le interesa regresar de donde vino si, con ello, cumple su fin; pero al mismo tiempo encontrará en la inocente (y algo excéntrica) mirada de la pequeña interpretada por Quinn un vestigio de humanidad: no tanto por el hecho de responsabilizarse de la huérfana como por un sentimiento de comprensión que despertará en él. Un hecho que el cineasta dibuja a través de un sólido arco dramático que irá construyendo a partir de las distintas contingencias que surgirán en ese viaje, especialmente cuando las circunstancias pongan al límite al antiguo forajido y comprenda que el vínculo forjado va más allá de la simple misericordia que creía sentir.
Lejos de lo que logra Hathaway a nivel dramático, pese a que Círculo de fuego no sea uno de esos títulos de hondo calado ni mucho menos, otra de las grandes virtudes del film se encuentra en la articulación de un tono que en casi ningún momento cede a una comicidad a la que hubiese sido fácil apelar a raíz de la situación desarrollada; al fin y al cabo, ella, Juliana, se nos muestra como un personaje que, si bien no se podría calificar de independiente, hace de ese singular carácter una respuesta de lo más adecuada a la tesitura en que se hallará recorriendo el viejo oeste junto a Lomax; no parece haber un gran rastro de esa inocencia que debería contener el personaje, si bien por momentos Hathaway sabe apelar a una cierta candidez que la dota de una naturaleza que huye de toda simpleza.
Círculo de fuego se muestra así como un western cuya firmeza se comprende desde la maleabilidad de un carácter que tan pronto retrata con franqueza ese vínculo desarrollado entre los dos protagonistas, como es capaz de enarbolar secuencias que exudan esa tensión que sin duda exige el género en cuanto el enfrentamiento se manifiesta; llegando incluso a juguetear con la condición de unos individuos que conocen a la perfección sus capacidades y no entienden el perdón como una vía de escape necesaria. Probablemente Círculo de fuego no se encuentre entre las propuestas más enriquecedoras del western, pero en su esencia nos encontramos ante un film modesto, encomiable y de lo más rescatable al introducir ingredientes que no siempre fue fácil componer, pero que en manos de Henry Hathaway casi parecen un juego de niños.
Larga vida a la nueva carne.