Roberto De Feo se presenta en solitario frente al cine de terror italiano como una nueva voz que busca algo más que el susto o la congoja. Quiere expresar un sentido social aterrador, que es lo que, como colectivo, mejor se nos da: dar miedo por solo existir. De corte clásico y recargado, prolongando sus imágenes y esquivando el efectismo, Il nido (conocida como La maldición de Lake Manor, título que pierde la esencia original) se convierte en un nuevo canto a eso que ha invadido nuestras vidas inesperadamente desde hace ya casi un año: la soledad, la reclusión, la desconfianza… sí, el horror.
Es la primera vez que De Feo se expresa como ojo único tras la cámara, pero no hay que perder la intención de indagar en su pasado para saber cómo ha llegado a tomar forma el citado largometraje. El director ya apuntaba maneras en sus primeros cortos, acompañado en su mayoría por el también compositor Vito Palumbo, que se encontraron en estado de gracia junto a Giancarlo Sozi reciclando una historia real para Child K.
Pequeña, lucrativa y desafiante, Child K maneja una estructura similar a la de Il nido, dando a entender que siempre, de forma inesperada, seremos nuestros propios enemigos. No es casualidad que comience con un rezo casi musical, que sean los hijos los protagonistas absolutos de la evolución de la historia, y que el final nos golpee por improbable pese a que todas las piezas encajaban en esa única dirección.
El corto sólo necesita espacio y personajes encauzados en una obsesión peligrosa, características imprescindibles para entender In nido, y que aquí nos despiertan cierta empatía con quien duda de la necesidad del pensamiento único. Una pareja que pierde un hijo nos lleva a la pérdida de fe y la obcecación masculina por subsanar este fracaso. Pronto vemos el interés de la cámara por los objetos y los detalles que construyen el escenario: las sábanas secándose al viento, la madera que siempre va trabajando el marido, y una creativa opción de punto de vista, escogiendo un papel del que desconocemos su contenido y función como guía para que la cámara se mueva durante su trayecto del emisor al remitente. Un pequeño lujo que se permitieron estos tres directores y que confía de nuevo en lo más pequeño para empujarnos a la realidad y la sorpresa.
También está ahí el confinamiento de sus protagonistas, una evolución presidiaria comprometida con las épocas en las que se mueven tanto el corto como el film, casi una necesidad para comprender la dejadez mental de sus personajes principales, atrapados por el escenario que tanto cuida De Feo, en una ocasión austero, en otra recargado, siempre opresivo para ponernos en bandeja la situación de cada familia.
El empleo de la música es también certero en Child K. Así como en Il nido es una especie de hilo conductor, de biombo separador donde abusar de lo clásico a base de pianos donde jugar con los grandes autores y alguna significativa canción del rock actual, en el cortometraje sólo se apuesta por la música para subrayar un instante de gozo y otro de gran tensión, confirmando que esos cortes donde el silencio pierde forma van a ser definitivos. Sabe manejar así la contemplación y el aderezo para reafirmar su historia, donde hay cabida para amar y renegar a un posible Dios y su contrario, algo muy occidental y mediterráneo, y de confirmar que el hombre es más peligroso que la propia naturaleza. El “inspirado en hechos reales” es simplemente la puntilla para diagnosticar el mal definitivo, un juego que ya habían utilizado en Ice Cream y que nos despierta del cuento justo en los últimos minutos, algo que se traduce ya como marca de la casa, esa sorpresa final que te golpea para dislocar totalmente la historia y conseguir la gran ovación del espectador (casi) engañado por la incertidumbre.
No tan amateur y muy comprometida con el futuro Roberto De Feo que encontramos estos días en las salas de cine, Child K nos invita descubrir las taras principales de quien anhela la perfección absoluta, con una historia sencilla que se magnifica hasta el extremo.