El western crepuscular es uno de esos terrenos a continuar explorando, y llega a la sesión doble por la puerta grande, con dos opciones llamativas como son Pistoleros en el infierno, que el reconocido Robert Benton dirigió en 1972 y El zorro gris, película de Phillip Borsos dirigida en 1982. ¡Todos sobre el caballo!
Pistoleros en el infierno (Robert Benton)
Durante la guerra civil estadounidense, el hijo menor de una familia pudiente de Ohio huye del reclutamiento y se dispone a ir rumbo al oeste, donde se dirige a encontrar fortuna. Drew (Barry Brown) se topará con el pillaje y el crimen en la ciudad de St. Joseph (Misuri) y, de paso, con una banda de jóvenes que viven al día cometiendo sus fechorías sin mucho éxito y que está liderada por Jake Rumsey (Jeff Bridges). Robert Benton arranca así en Bad Company (1972) la ambivalente relación entre el joven religioso —que pretende evitar todo acto pecaminoso mientras se suma al grupo para sobrevivir a los peligros desconocidos de las tierras inhóspitas que van a cruzar— y el bandido, que conforma el núcleo principal de un relato que asume los códigos del género para subvertirlos de forma constante, llevándolos al límite de lo anticlimático.
A través de una narración de tono ligero y perspectiva abiertamente irónica, el también coguionista de la cinta junto a su colaborador habitual David Newman desmonta la imagen romantizada de los territorios fronterizos y del medio oeste, definidos por la falta de moral y la explotación de los más débiles por los más fuertes. Un breve montaje en el pueblo que sirvió de inicio al Pony Express y donde murió Jesse James ilustra perfectamente esto: niños timando a mujeres de buenas intenciones y chicos más mayores atracando a los más jóvenes para sacarles la calderilla que llevan encima.
Este estilo narrativo y aproximación con carga cómica evoca inequívocamente a otra cinta coescrita por ellos mismos como Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) que también introducía elementos del western en la era de la Gran Depresión. Entre bromas y conflictos internos sacados de quicio, el viaje se va encontrando con peripecias de todo tipo. Acaban por enfrentarse a unos auténticos criminales sin escrúpulos que se convertirán en los antagonistas principales y su reflejo oscuro a nivel temático. Las experiencias del protagonista, nunca dispuesto a asumir que ya no es ese chaval inocente y temeroso de Dios que abandonó su casa, ve expresado su contrapunto en el ejemplar de Jane Eyre que lee durante el camino. Las opresiones y abusos que se registran en la obra de Charlotte Brontë tienen mucho que ver con el recorrido moral de Drew y la realidad que observa a su alrededor cruzando el país. Algo que desmonta por completo los relatos de recompensa a la rectitud de espíritu como base para lograr mejorar su estatus con los que fue educado.
El tratamiento de la violencia de Benton desafía las expectativas del espectador —que palpita debajo de sus imágenes, presente siempre como amenaza inminente detrás de cualquier árbol, aproximándose a una granja o en la traición entre sus propias filas—, mostrándola como algo rutinario e inevitable, que forma parte cotidiana de las relaciones personales y de la estructura social (de la llamada civilización) que conocemos hasta hoy, carente de principios y lealtades salvo para satisfacer los intereses egoístas de los individuos. El aspecto naturalista de la cámara, los cortes rápidos y el uso de planos medios intensifican una construcción distante y fría de las secuencias en las que suceden los actos más trágicos de la cinta sosteniendo la mirada en composiciones de conjunto, alejados de cualquier sensacionalismo y significado dramático o existencial.
Escrito por Ramón Rey
El zorro gris (Phillip Borsos)
Cuando en los años ochenta el número de westerns realizados con resultados llamativos comenzaba a languidecer fue Canadá quien produjo una de las mejores películas del género en esa década, un maravilloso western crepuscular basado en hechos reales titulado El zorro gris que sorprendentemente se encuentra bastante olvidado incluso entre los fans del cine de indios y vaqueros.
La película cuenta con todos los ingredientes esenciales del western revisionista narrando en forma de balada la historia verídica de Bill Miner (interpretado de forma magistral por el antiguo stunt y actor secundario Richard Farnsworth quien recrea de forma entrañable e inolvidable un personaje que queda marcado en la memoria), un antiguo asaltador de diligencias que tras pasar 33 años encerrado en la cárcel es liberado a principios del siglo XX cuando la época en la que desempeñó sus vivencias empieza a dar síntomas de extinción. Miner acudirá al refugio del hogar de su hermana y cuñado, pero desencantado con el estilo de vida contemplativo que se le viene encima volverá a sus orígenes esta vez asaltando al nuevo caballo de hierro que fulminó su antiguo laboro formando para ello una nueva banda de asaltadores de trenes.
Sin embargo los resultados obtenidos no serán los esperados debiendo huir de la justicia nuevamente y de un magnate que le tiene un odio inquebrantable partiendo hacia tierras canadienses junto a un desharrapado colega de fechorías. Allí esconderá su identidad bajo otro nombre y gracias a la ayuda de un viejo conocido trabajará en la explotación de una ruinosa mina. En Canadá encontrara el amor al lado de una solterona fotógrafa bastante rara y deberá sortear diferentes dificultades como ese pasado del que nunca se puede desprender uno así como del acecho de un policía que está detrás de sus huellas.
El zorro gris se destapa como una obra maestra del western crepuscular. Lo tiene todo. Esa atmósfera que hace sentir el cansancio y hastío de un outsider que ya siente que sus mejores tiempos han pasado a mejor vida. Igualmente unas escenas magistralmente rodadas de asaltos a trenes , cabalgadas en libertad, huidas transfronterizas y vida cotidiana de un viejo oeste que está a punto de desaparecer. También se observan numerosos homenajes a clásicos (homenajeando a King, Ford y sobre todo a Edwin S. Porter), siendo especialmente maravillosa esa escena en la que el recién salido de la cárcel Miner acude a un cine para visualizar Asalto y robo a un tren que fascinará a su emocionado espectador al recordarle los viejos buenos tiempos e incentivándole a continuar por este camino.
Me encanta que Phillip Borsos huyera de ese tono melancólico y oscuro presente en el western crepuscular para dotar a su obra de una pintura mucho más colorida e irónica pues la película explota con mucha gracia un humor encantador (me recordó el empaque que le dio Kelly Reichardt a su reciente First Cow, siendo ésta quizás una referencia tomada por la autora para su aclamada película) sobre todo a través de la historia romántica surgida entre nuestro protagonista y esa camarógrafa independiente y un poco fea que permitirá expiar sus pecados a ese viejo que nunca encontró un sitio donde asentarse.
En cuanto a aspectos técnicos destaca una espléndida fotografía que capta el corazón de los paisajes agrestes del Canadá profundo y un montaje preciso que evita en todo momento caer en el tedio y en la relajación permitiendo avanzar el metraje con interés e inteligencia. En cuanto a los introspectivos resaltar esos lugares comunes que para los amantes del western son una pura maravilla desprendiendo ese aroma fordiano y hawksiano que tanto nos gusta a los que amamos el género: asaltos a trenes, fin de una época, cabalgadas a caballo, pistoletazos, traiciones, amistad y camaradería verdadera, humor y redención muy bien resueltos por Borsos y un Richard Farnsworth que enamora componiendo uno de esos personajes que permanecen para la eternidad.
Escrito por Rubén Redondo