Una panorámica vertical asciende por unas ramas o raíces en penumbra. Lo cierto es que la oscuridad confunde las formas, parecidas también a los pliegues sucios de una cortina rasgada. Este movimiento de la cámara, lento, envolvente, abstrae la visión de la cabellera trenzada de una mujer, unos cabellos que gotean sangre hasta el suelo. La directora adelanta de esta forma, por pura metonimia de un detalle nimio sobre los hechos trágicos. Frente al cuerpo que yace sobre una camilla, una mujer joven, aunque sin una edad fácil de concretar, tiembla visiblemente nerviosa, una chica que además parece reflexionar sobre algo más allá de la mujer fallecida. Ella es una enfermera, superada por las circunstancias pero respaldada en su rincón por una fuerza superior invisible que —tal vez— la protege o la vigila. Los planos picados, levemente aberrantes en su angulación, contrastan con los contrapicados de la camilla. Una fragmentación que aporta toda la información acerca de la gravedad de la situación, el desconocimiento de las causas que han llevado al desenlace. La muerte puede haber sido un accidente, ya sea por una operación mal resuelta o ya sea también por una ejecución. Los puntos de vista despuntan a distintos niveles con la víctima a la altura de nuestros ojos. Por debajo, en el suelo, la joven arrepentida, empeñada en conseguir resolver una misión que solo ella parece conocer. Y por encima de todo está el techo, un punto de vista subjetivo de alguien invisible, tan dominante que parece designar los designios e infortunios de Maud. Apenas se suceden estos cuatro o cinco planos fijos a diferentes escalas, distintas angulaciones expresivas y ligeros cambios de un encuadre a otro, en un par de minutos. Una escena que aporta mucha más información que una secuencia completa en la que presenciemos el asedio, dudas, asesinato y culpabilidad de la protagonista. Sin diálogos, confiando en la imagen, en sus sonidos. Esta es la carta de presentación de Saint Maud, una ópera prima reconocida en certámenes y festivales. Un golpe directo antes del breve fundido en negro que da paso al resto del metraje.
La medida en la capacidad de narrar se debe a Rose Glass, directora y guionista de varios cortometrajes anteriores, desconocidos en mi caso. Entrega un largometraje de terror para poder optar a un público más amplio, o bien audiencias de canales especializados en el género. La textura visual, el tratamiento de los efectos sonoros y la banda sonora de Adam Janota Bzowski son los envoltorios más patentes para que la obra encuentre unos espectadores dispuestos a sumirse dentro de la oscuridad, el misterio y las amenazas. Quizás también a las señales que indican que el diablo está cerca de Maud, en la mente de Amanda, su nueva paciente, una bailarina reconocida internacionalmente, retirada de la danza en la plenitud de su carrera por un maldito cáncer terminal. Aunque Maud sabe bien que no es otro ser que el ángel caído el que la espera en las sombras para someterla. Ahora la misión de la joven será mucho más importante, tanto al cuidado de su enferma como del alma que pretenden quitarle los demonios.
Rose Glass elige una lucha entre dos mujeres condenadas a no entenderse a pesar de la fuerte amistad que surge para Maud. Una confianza que la empuja a luchar por la salvación de Amanda, al mismo tiempo que la cuidadora pierde la razón. Lo mejor es que la cineasta nunca está para resolver qué es lo real o qué es lo imaginado por Maud. Lo hace confiando los mejores fuegos de artificio por parte de sus actrices, Morfydd Clark a la cabeza, en un papel impresionante desde la sinrazón, la soledad, la entrega, el fervor. Con el contrapunto humano de la veterana Jennifer Ehle para dar réplicas a la cordura o avivar las ascuas de la demencia.
La directora se deja la piel con su primer largo, echando todas las cartas de su bagaje cinematográfico sobre la mesa. Es generosa porque reduce la tensión dramática a la relación mínima entre las dos mujeres, sin necesidad de alargar las subtramas de los personajes que se cruzan con la protagonista, ya sean la frívola amiga de Amanda, o bien otra enfermera con la coincidió en un hospital años antes la joven, o la secuencia más larga en el pub, lugar en el que conoce a un par de amantes, plena en belleza y atracción animal, casi un paso por el purgatorio antes de lo que sucede más tarde.
Saint Maud desmonta todos los rasgos de films precedentes sobre posesiones demoniacas o exorcismos, recubriéndolos con la visión delirante del personaje principal, esa Maud que es faro y razón de la película: monstruo, heroína, Quijote, Sancho, gata y ratón. Los titubeos terroríficos, el símbolo premonitorio en las consumiciones del pub cuyas bebidas crean remolinos a contracorriente. El incendio que se origina en el chalé y otros símbolos católicos inundan la pantalla, junto a todos esos personajes secundarios que están bien descritos e interpretados, pero son tan accesorios para ella como para nosotros, los espectadores, sujetos a las butacas por la evolución hacia el abismo insondable de Maud, mientras llega a sumirse en él por el atajo del cielo, en la playa, a la luz del día y del fuego.