Convertido a mediados de los 80 en el cronista cinematográfico por excelencia de los bajos fondos españoles, Eloy de la Iglesia decidió dar un giro a su carrera; casi haciendo una alusión interna con su título, adapta Otra vuelta de tuerca de Henry James en lo que supone una importante rotación dentro de su filmografía, adhiriéndose al elemento fantástico que supura una de las más influyentes obras literarias siempre ligada a la índole sobrenatural. Siguiendo con una imaginaría que aborda sin contemplaciones lo castizo, la película está rodada enteramente en el País Vasco, sustituyendo la mansión de corte victoriana por un caserón a orillas del Cantábrico; esta no sería la más evidente de las variaciones que se hace del relato original, ya que se cambia el género a su protagonista, con un joven seminarista quien tras recibir una dura educación toma el trabajo de tutor de la sobrina de un conde. Con ciertos problemas de identidad que le impiden dar el paso de convertirse sacerdote, los primeros días del joven transcurren con normalidad, bajo la atenta vigilia de la ama de llaves de la mansión. Pero la llegada de un hermano de la niña, expulsado de su centro educativo por mala conducta, hará que el comience a vivir un ‹tour de force› particular en el que ciertas crisis emocionales, acrecentadas por unas extrañas apariciones, le pongan totalmente en jaque.
Huyendo del estilo de recreación social caligráfica que habían caracterizado sus recientes películas, Eloy de la Iglesia planeó un cambio de género drástico en su filmografía, donde parcialmente se une a las texturas del terror pero sin abandonar algunos conceptos que ya se habían estandarizado con anterioridad en su cine. Su habitual estilo de narración directa y cercana se transmuta aquí en unas líneas más depuradas en estética, adhiriéndose al poso de terror clásico que inspira el relato de James, el cual varía a su antojo para retratar uno de los ejercicios clave de su obra: la inmersión de personajes frustrados y de cierta exclusión emocional, que han de dar el paso a una reafirmación personal. Por ello, algunos aspectos clave de la obra literaria son reconfigurados para ofrecer un trasfondo de latente homosexualidad en su protagonista, exteriorizada en la ambigua relación con el problemático niño; la comunicación entre ambos, y el rotundo significado emocional en sus confrontaciones, son la clave de la película. De la Iglesia sigue afrontando con atino el tipo de dramas que le interesan, exteriorizando una crisis de fe como envoltorio de reafirmaciones que, aun suponiendo una cierta incomprensión para su personaje, acaban por otorgarle catarsis emocional. Como un articulista del mapa de sentimientos humanos de personajes auto-marginados, su versión del relato funciona por el férreo retrato que hace en la introspección de su protagonista, generándole unas dudas internas que pronto se disipan en un trasfondo de extrañas apariciones que, al igual que la pieza literaria que aquí es modelo, supondrá un sustento dentro de los intereses de exploración hacia el protagonista; unas visiones, aparentemente espectrales, suministradas de manera esporádica para insuflar de una atmósfera de extrañeza al propio drama, más que como un elemento de artificio hacia el terror.
Esta curiosa versión de Otra vuelta de tuerca viene a confirmar la versatilidad de su director como narrador, que huyendo del cliché del cine quinqui aquí factura una sobria puesta en escena de tonalidades frías, un modo de adentrarse en el aspecto más atmosférico de sus personajes y así conseguir la entereza dramática que como creador no sólo explora, sino que exterioriza con todas las consecuencias. La obra de de la Iglesia siempre ha venido acompañada de la transgresión, una iniciativa formal que muchos han querido atribuir a una simple provocación, cuando sería más cierto encajarla como una traslación a la propia idiosincrasia que el propio director pareció estar viviendo desde los inicios de su carrera. En este caso, con su personalísima versión de Otra vuelta de tuerca vuelve a originar otra inmersión creativa donde supurar algunos de los traumas que ha ahondado en el resto de su carrera, aquí planificando su ejecución en una conexión tenue y vaporosa con las aristas del fantástico que, como era de esperar, rezuma bajo curiosos manierismos; no sorprende que algunas de las escenografías que aquí se manifiestan logren apuntes de terror enormemente sugerentes, mucho más sutiles que los vistos en otras adaptaciones cinematográficas de la novela, a modo de envase en el que desterrar a los demonios internos de su protagonista que, probablemente, hayan sido los del director en algún momento de su vida. Una versión atrevida, mordaz, y perfectamente válida, utilizando el material original para la indagación de ese viaje interior de su protagonista hacia el propio conocimiento de su idiosincrasia.