En Snatch, cerdos y diamantes (Guy Ritchie, 2000) hay una frase del malo maloso de la película que dice algo así como que él cuando lanza un hueso a un perro no espera que el hueso sea de su agrado o no, simplemente se lo da, y por ese mero hecho, el perro debe estar agradecido. Esta frase viene a cuento de que la película nos habla de ese hueso llamado democracia lanzado por el poder. No como un derecho, sino como un lujo que el poder puede permitirse de vez y cuando. Y cuando no le conviene, simplemente no hay hueso, y aquí no ha pasado nada, el perro debe estar agradecido. Y de eso habla Diaz: No limpiéis esta sangre, la nueva película del italiano Daniele Vicari.
El G-8 (los países más ricos del mundo más China, o mejor dicho, el viejo orden existente) se reunió en la rica ciudad italiana de Génova para discutir lo que ya habían discutido poco antes en Francia o en Seattle. De hecho, fue en la ciudad del grunge donde comenzó a tomar fuerza un movimiento al que se le etiquetó de antiglobalización con la simpleza que caracteriza a los medios de comunicación. Desde entonces, en cada reunión del G-8 siempre acontecían largas manifestaciones que seguían como en viaje turístico los lugares por donde pasaban Chirac, Bush hijo, Berlusconi, Putin y compañía. Pero en Génova algo quebró. Ya nada volvió a ser lo mismo en lo que se conoció como “la batalla de Génova”.
Lo que ocurrió en la población del norte de Italia, y de eso trata la película, fue simplemente que el sistema decidió durante unas horas quitarse la máscara. Es decir, la democracia, entendida como ese hueso que se permitía lanzar a la ciudadanía como lujo, como detalle del poder hacía los habitantes de una nación o estado, se suspendió. Lo que quedó no fue, como muchas veces se ha dicho, una vuelta al fascismo o regresar a épocas más oscuras de nuestra vieja y marchita Europa, lo que aconteció fue simplemente que el estado de derecho desapareció sin réplica alguna, ni lamentos ni quejas, para dar paso a un estado policial o casi militar, con los derechos suspendidos por un espacio corto de tiempo.
Es agotador enumerar todas las violaciones que se perpetraron, sobre todo teniendo en mente un factor muy a tener en cuenta a la hora de acercarse a una cinta como la presente, las posiciones están tomadas desde hace ya tiempo, y el visionado de la cinta sólo servirá para reafirmar ideas establecidas, sean cuales sean, desde «eran una panda de violentos que destrozaron la ciudad» a la expresada por mi persona unas líneas atrás. O mi favorita, la equidistancia perfecta entre «todos hicieron locuras, ojala no se vuelva a repetir».
Dentro de Génova, nos centramos en lo acontecido en los últimos instantes, el asalto al colegio Diaz, donde se encontraba ante todo buena parte de la prensa alternativa o no tan alternativa (desde activistas anarquistas, a periódicos claramente de signo al que podríamos catalogar simplistamente de “derechas”), acompañados de decenas de personas que tan sólo estaban ahí a, también, una panda a la que la película cataloga de violentos y hace todo lo posible para delimitarlos del resto.
Es decir, la cinta no quiere huir del hecho de que en Génova, de los 300.000 manifestantes que se contaron (la cifra varía, pero siempre lo hace según que medio de desinformación consuma cada uno), había un grupo que iba con claras ideas violentas, y también hace claros esfuerzos por demostrar que eran 4 gatos mal contados. No está con ellos, e intenta dar una lección moralista sobre la maldad de la crueldad venga de donde venga, pero inocentemente o incluso de manera torpe. No funciona.
Entrando en materia, estamos ante una obra coral, cosa que no llega a funcionar todo lo bien que debería, donde se recrea los momentos antes, durante y después del asalto al colegio Diaz por las fuerzas del orden en una acción que haría llorar de emoción a Milošević. La fuerza de lo sucedido es brutal, sobre todo cuando la policía irrumpe en ese colegio que se convirtió en una trampa para las personas que allí se encontraban. La secuencia de la irrupción es simplemente brutal, pero todo pierde fuelle con el uso de efectismos que acaban por resultar baratos (no tiene porque ser siempre así) como la música o la recreación de su director por intentar remover conciencias con el material que tiene entre manos, lo que acaba agotando al espectador, cosa que no sucedía por ejemplo en la magistral Bloody Sunday (Paul Greengrass, 2002).
La cinta es correcta, e incluso me atrevería a decir necesaria, sobre todo en estos tiempos que sacuden Europa. Pero de ahí buena, hay un trecho. Bienintencionada, acaba siendo demasiado simple, con una dirección y una mirada que se termina de alejar de esa visión del poder (uso la expresión del maravilloso documental que analiza los mismos acontecimientos sucedidos en Génova pero con lecturas mucho más interesantes, Del poder —Zaván, 2011—) tan rica pensadas en voz alto al comenzar la crítica para acabar recreándose en la paliza sufrida por las personas del colegio Diaz, lo que acaba resultando contraproducente; el cineasta Daniele Vicari acaba por estar más preocupado en que el espectador salgo magullado física y emocionalmente por lo visto que intentar formular una reflexión o una series de preguntas que aún así sobrevuelan toda la cinta.
En definitiva y a mi parecer, se queda en lo fácil y no se arriesga a ir más allá en su propuesta. Lo que hace de Diaz una buena cinta, pero nada más. Se sale con mal cuerpo, poco más.
Después de Génova todo cambió. Los poderosos ya no volvieron a reunirse durante mucho tiempo en ciudades europeas o americanas donde parte de la ciudadanía podían estar exigiéndoles cuentas. Después de Génova, Bush, Blair o Aznar prefirieron ir a lugares recónditos entre montañas o islas aisladas para hablar del reparto del poder. Como las Azores.