Ya desde Tintarella di luna (1985), su primer cortometraje, Gaspar Noé exploraba las posibilidades del espacio en el cine. Unas posibilidades que amplió en Carne (1991) y Solo contra todos (1998) gracias al montaje errático y al juego con los títulos e intertítulos. Está claro que Noé tiene un estilo definido a la hora de grabar, que bebe de otros y recicla constantemente, pero consigue convertirse en algo propio debido a determinados factores. Pero, dentro de su calidad de ‹auteur›, el balance entre lo abyecto y lo pasional, entre la provocación banal y la verdadera trasgresión (si es que alguna vez llegó a existir) en sus películas cada vez se acerca más al mero ‹trip› visual de ideas huecas. En Lux Æterna, su último trabajo tras la celebrada Climax (2018), se explora el set de rodaje de una película sobre la quema de unas brujas. Charlotte Gainsbourg y Béatrice Dalle, que se interpretan a sí mismas, conversan sobre el proceso creativo en una habitación roja —por supuesto, la estilización de Noé no va más allá de la cromación aberrante y de los colores de la bandera francesa— cuando comienza el caos en el plató debido a… ¿a qué? ¿a los verdaderos problemas que surgen de repente porque así es la realidad? ¿o al capricho del director que necesita una explosión adrenalínica y totalmente desproporcionada? Como ya sucedía en Enter the Void (2009), la progresión previsible y la sumisión completa al espectáculo fluorescente cuestiona la profundidad y también la puesta en escena de la que Noé se vanagloria. Pues con sus citas a Dreyer, Godard y Fassbinder pretende hacer tangible su pensamiento y, para disgusto de cualquier amante de los mismos, solo logra unir la pedantería de su cinefilia con su quintaesencia de discoteca. Porque el cine de Noé se basa en la mención ocasional y la referencia entusiasta a sus directores favoritos; no hay más que recordar las varias menciones a 2001: Odisea del espacio en Love (2015) e Irreversible (2002) o la pila de VHS que flanqueaban el televisor en Climax.
Lux Æterna integra la doble pantalla para mostrar diferentes puntos de vista en un mismo lugar. Lo que Noé propone está lejos de hacer una división formal entre los personajes y/o las ideas como ha logrado Luis López Carrasco con El año del descubrimiento o de planificar escenas renunciando al plano contraplano como sucedía en Requiem for a Dream de Darren Aronofsky. Su nuevo aspecto formal se debe más bien a la premisa que se deduce del “prólogo” en el que vemos escenas de la crucifixión de Cristo mientras la pantalla se amplia y reduce, pasando de 4:3 a 16:9 y viceversa muy lentamente. Conforme avanza la película, la pantalla doble sigue esa idea, un tanto absurda, que asemeja las relaciones de aspecto a partir de una simple suma que “trasciende” a categoría filosófica: 1+1=1. Pero lejos de recordar a Nostalgia de Tarkovsky, Noé se acerca mucho más a Incendies de Villeneuve… Digamos que su división de la pantalla en otras que acaban siendo la misma (escena final) es tan inútil y rastrera (teniendo en cuenta el discurso feminista) como asemejar la quema de brujas a la Pasión. Lo único quizá justificado dentro de la exhibición propia de Noé sean los fogonazos de luces que actúan literalmente como el fuego que consume a las actrices, pero no llega a alcanzar un ápice de interés formal más allá de la epilepsia figurativa y el mareo. Dos efectos a los que Gaspar Noé nos tiene ya acostumbrados y que consiguen hacer de sus films algo previsible. Casi tanto como su pensamiento ideológico que, muy lejos del falso progresismo que muchos quieren ver en su cine, se esconde un discurso tan reaccionario que rivaliza con el de Lars von Trier.