Si algo nos viene a confirmar Yella es que Christian Petzold tiene un bueno ojo para el retrato femenino. No se trata tanto de una obsesión compulsiva, ni de un ejercicio de voyeurismo ni, tan siquiera, de una reivindicación ‹sui generis› de feminismo combativo. Es algo tan sencillo, y a la vez tan complicado, como tejer historias desde un prisma de género, desde una cosmovisión que pone su centralidad en el punto de vista femenino.
Ya desde el título se nos indica dicha centralidad, invitándonos a adentrarnos en la historia de su protagonista. Un relato que parte de lugares comunes (la huida de una ex-pareja maltratadora) para sumergirnos en una metáfora sobre el tiempo como perseguidor implacable y adentrarnos en un mundo donde el maltrato físico no es más que una micrometáfora de la realidad cotidiana,
Yella no es pues tan solo un retrato de una mujer en apuros buscando espacios de confort sino más bien una panorámica modélica de transiciones en pequeños espacios que llevan siempre al mismo lugar: el abuso, la fatalidad y una sensación fatalista de no haber posibilidad de escape de un pasado que se manifiesta en el presente en toda forma posible.
Los esquemas formales sobre los que pivota el director germano son una vez más el ‹leitmotiv› musical clásico, cierta frialdad y asepsia espacial y una narración suave que crean un marco que se aleja de lo terrible en la puesta en escena y que hace precisamente más doloroso lo acaecido en el relato. Con un formato genérico que oscila entre el thriller empresarial y el drama personal, Yella propone una historia mínima en la superficie para profundizar paulatinamente en el proceso de reafirmación primero y reafirmación posterior de una protagonista que vive con entereza unas situaciones donde lo que podría ser un sueño de otra forma de vida se convierte en una pesadilla reiterativa y agotadora.
Pasado y presente se unen en un acoso, un acecho constante que parece privar de cualquier atisbo de futuro como si todos los días fueran un atrapado en el tiempo con unas mínimas variaciones que, lejos de ofrecer vías de escape, cierran toda esperanza de huida hasta llegar a un final tan inesperado como coherente dentro de la lógica interna del film.
Petzold construye pues un film que no pretende construir una figura femenina de aires reivindicables ni pseudomitológicos (como sí haría en Undine), no. En Yella nos ponemos en la piel de una mujer cotidiana y de los peligros que debe afrontar. Elementos agresivos que restan agazapados en su aparente normalidad vista a través del ojo masculino pero que florecen cual flor venenosa en cualquier momento o lugar si son vividos como mujer.
Petzold construye un alegato que no necesita posicionarse constante y políticamente como feminista, sino que le basta con poner la mirada de su protagonista en el espejo para que el reflejo nos muestre cuál es la realidad a la que se debe enfrentar. Una descripción que se mueve con tranquilidad, y un punto de belleza clasicista, entre el fatalismo tangible de lo real y un pesimismo determinista en lo existencial. Y por eso mismo resulta tan doloroso, tan cercano.