Que Undine (interpretada por una majestuosa y enigmática Paula Beer) se dedique a dar conferencias históricas sobre urbanismo no es cuestión baladí. El urbanismo es una fábrica de sueños pasado por el tamiz de la racionalidad y por el posibilismo emocional. Sobre la nada se sueña y se proyecta la edificación del futuro. Sobre un lienzo en blanco se traslada el proyecto en forma de utopías racionalistas. Y la realidad trastoca y modifica lo soñado bajo discursos excusatorios (o exculpatorios) a cerca de lo posible, lo deseable o incluso, lo demandado por una externalización comunitaria del deseo.
De sueños y de perseguir fantasmas es lo que Christian Petzold nos traslada en Undine, comparando la turbulencia del amor con la serenidad del diseño urbanístico. El amor es aquí también una construcción imaginaria que se proyecta en el futuro. Deseos e impulsos sobre cómo construir una vida en base a la relación con otra. Unos sueños que, al igual que en la construcción de una ciudad, emplazan a los personajes a dibujar utopías y a conformarse con realidades inexactas.
Pero Petzold va un paso más allá con todo ello sosteniendo una pregunta constante ¿Quién es el urbanista de nuestra vida y sentimientos? ¿Somos dueños de nuestro destino o solo víctimas de un diseñador con un negro sentido del humor? No se trata tanto de invocar a lo divino sino a lo incontrolable de las relaciones causales (o casuales). De cómo nuestro plano vital se desdibuja en base a encontronazos, miradas, bajas pasiones y finalmente el conformismo de una realidad que deniega la fantasía deseada.
Undine juega con la idea de la delicadeza formal, de la exquisitez del detalle, de la racionalidad de la puesta en escena y la confronta con la agitación pasional de la(s) historia(s) que dentro acaecen en una narración tan reposada como terrible en su relato interior. Curiosamente su estructura formal parece querer jugar con las sensaciones contrapuestas del espectador. Cuesta, de entrada, conjugar e incluso entender, a dónde nos lleva ese tono reposado, ese clasicismo de las formas, pero cuando entramos en su espiral de amor y muerte ya no podemos prescindir de ninguna de las sensaciones contrapuestas.
Undine es pues un film tan bello y delicado como cruel, como una figura de porcelana, como una maqueta tan bella de admirar que, en cuanto se deshace o se rompe, no puede causar más que desolación. Sí, estamos ante un artefacto que nos habla del tiempo, de la pérdida y de ómo lo construimos y rediseñamos en tiempo presente. La nostalgia aquí es la proyección futura de un pasado perdido, una persecución de fantasmas en presente constante que acaban en un conformismo primero triste y después convertido en plataforma futura de un nuevo plan.
Urbanismo y amor, tiempo y deseo se aúnan en la idea de la complejidad vital, de la apariencia de facilidad que nos da la casualidad y de la destrucción causal que genera cada uno de nuestros impulsos, sean racionales o pasionales. Un film que deja una sensación agridulce y un dolor, si no intenso, sí como una punzada leve pero constante que viene a recordarnos la imposibilidad de la plasmación congelada en plano de un deseo. Todo es cambio, destrucción, muerte y, finalmente, una vida nueva.