Una nueva generación de cineastas guatemaltecos con proyección internacional ha comenzado a tratar recientemente la represión política y el genocidio maya dentro del contexto de su guerra civil, que se extendió durante cuatro décadas (1960-1996). Tenemos los casos del documental La asfixia (Ana Isabel Bustamante, 2019) y la ficción Nuestras madres (César Díaz, 2019), que con La llorona (Jayro Bustamante, 2019) conforman una triada de aproximaciones a la recuperación de memoria histórica con elementos claros en común: la representación de la fractura social, la necesidad de justicia y el problema de la impunidad de los responsables de los crímenes. En La llorona el relato se presenta desde el punto de vista de un antiguo general del ejército que está siendo procesado —inspirado en la figura del dictador Efraín Ríos Montt— y de las consecuencias que tiene para él y su familia. A pesar de ser condenado en principio, el juicio es declarado nulo y las protestas del pueblo se intensifican alrededor de su casa con gritos, consignas y reivindicaciones persistentes durante todo el día.
Esta película constituye además la tercera entrega de la trilogía de Bustamante sobre su país abordando la existencia indígena primero (Ixcanul, 2015), la homosexualidad enfrentada al extremismo religioso (Temblores, 2019) después y la cuestión política anticomunista ahora. La perspectiva de clase y la alienación aparece, de hecho, con todas sus contradicciones. Los trabajadores indígenas al servicio de la casa y su ambigua relación enseguida destaca y justifican, tras dejar sus puestos, la introducción de la joven Alma (María Mercedes Coroy) para hacerse cargo de tareas domésticas cotidianas. Con ella y en ese ambiente de encierro con tonos fríos en una paleta de color pálida de su fotografía, la narrativa se transforma por completo en una historia de casa encantada, una historia de fantasmas que atormentan al patriarca y sus allegados con cada vez mayor intensidad. Los lamentos nocturnos que se escuchan en el silencio de la noche, las visiones de origen aparentemente sobrenatural, las pesadillas y la inquietante mirada silenciosa de Alma trastocan el día a día de la familia. La influencia de los desaparecidos, los muertos y el sufrimiento causado a la población indígena se utiliza para deconstruir y subvertir aquí el mito mesoamericano que da nombre a la cinta —convirtiéndolo en una mujer que busca justicia por sus hijos asesinados y los desaparecidos—, descargando la culpa en sus responsables y quienes se beneficien de su encubrimiento y su ‹statu quo›, persiguiéndoles en sueños y no dejándoles descansar en paz.
El trabajo interpretativo de María Mercedes Coroy y su estética de pelo extraordinariamente largo, así como su ropa tradicional apela a elementos recurrentes del terror gótico como sus paseos nocturnos en un largo camisón blanco y la extraña relación que desarrolla con la nieta y el militar, que se obsesiona con ella. Todo esto se encaja en una perspectiva psicológica del género al servicio de la exploración del trauma colectivo con los espectros de las víctimas tomando forma de culpa interna, dudas e incluso remordimientos según el individuo —también de apariciones fantasmagóricas, inundaciones y plagas de ranas—. La reivindicación de la empatía y su poder transformador se expresa en el personaje de la esposa del general, Carmen (Margarita Kenéfic), con sueños que la ponen en el lugar de las víctimas de la violencia del ejército en su lucha contra la guerrilla, que encierran además un significado ulterior que explica el misterio del filme en el momento mismo de su resolución, dando sentido completo a su final.
¿Hasta qué punto esa inmensa masa de gente que rodea su mansión está realmente ahí? ¿y los gritos y manifestaciones ensordecedores que ignoran sus personajes protagonistas la mayor parte del tiempo? La llorona utiliza el punto de vista de forma escurridiza y no deja una respuesta obvia sobre la autenticidad de los sucesos que ocurren fuera y dentro de la casa o sobre quién es Alma. No tanto como un juego sobre la percepción de la realidad, sino más bien como recurso para la codificación del simbolismo y del discurso político de la película —que aprovecha al máximo las posibilidades expresivas del terror en la elaboración de unas imágenes sujetas a la reivindicación social— mediante mecanismos que apelan a respuestas irracionales ante el miedo. Un arma que los asesinos y sus colaboradores ahora sufren en sus propias carnes tras tantos años usándolo arbitrariamente hacia todos los demás.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.