El talento artístico es algo que se puede llegar a manifestar incluso en las personas más insospechadas. Es verdad que ciertas disciplinas requieren un impulso bastante importante en materia de recursos (no es lo mismo llevar a cabo una película que escribir un libro), pero al final el talento se termina haciendo paso de una manera u otra, incluso en circunstancias complicadas. Uno de estos ejemplos es el de Joseph Ferdinand Cheval, en apariencia una persona bastante común: de profesión cartero, con expresión bastante seria y parco en palabras, que además acaba de pasar por una época complicada en su vida. Pero tras esta fachada se esconde una fuerza de voluntad tan grande como para emprender una tarea harto complicada: construir un castillo con sus propias manos y sin más ayuda que la de su mujer e hija, compaginando además este esfuerzo con el ejercicio de su profesión en las extensas campiñas francesas.
La historia real de Cheval la descubrimos en formato audiovisual a través de El palacio ideal (L’incroyable histoire du facteur Cheval), cinta dirigida por Nils Tavernier (hijo de Bertrand) y que pretende plasmar en pantalla lo que fue esta difícil empresa, que ocupó prácticamente toda la vida de nuestro protagonista. Más allá de la propia construcción del palacio, la película fija su atención sobre todo en la relación que Cheval mantiene con su esposa Philomena y con la hija de ambos, Alice, por quien precisamente el cartero inicia la construcción del palacio. Estos lazos familiares son los que proporcionan a Cheval una mayor conexión con la realidad, con aquello que sería la vida de una persona normal y corriente.
En efecto, El palacio ideal refleja que el cartero parecía tener una fijación extrema por su palacio, anteponiendo esta labor a cualquier otra cosa de su vida. No es sino lo que suele definir a los genios, cuya existencia apenas se puede separar de la obra que crean. Aunque el hecho de que Cheval siga recorriendo decenas de kilómetros semanales para repartir el correo y de que afloren sus emociones cada vez que le atenaza algún problema familiar, parecen circunstancias suficientes como para pensar que el cartero era una persona perfectamente consciente de todo lo que le rodeaba. En esta labor tiene un gran peso la interpretación de Jacques Gamblin, viva imagen de cada hecho que Tavernier parece querer trasladarnos a través de las imágenes.
Esta descripción que se nos realiza de Cheval es precisamente lo que menos encaja en El palacio ideal. La película presenta con cierta irregularidad las diferentes parcelas de la vida del protagonista, sin que llegue a quedar del todo claro hasta bien avanzada la misma lo que supuso la construcción del palacio. En este sentido, el film se queda a medio camino entre la elección de retratar al Cheval-persona o al Cheval-artista, permaneciendo en un terreno intermedio que, si bien nos aporta mayor información desde un punto de vista biográfico, termina por despojar a la obra de una mayor singularidad en su conjunto.
Lo que no se le puede negar a El palacio ideal es su éxito a la hora de transmitirnos cómo un hombre bastante común puede encerrar un talento e ímpetu tan grandes como para acometer con éxito un esfuerzo tan titánico. La película se enmarca así en un catálogo de biopics que se centran en personajes no tan conocidos (recordemos por ejemplo la reciente Maudie, el color de la vida, aunque esta presentaba un resultado más notable) pero que nos trasladan la ya comentada idea de que cualquiera, por más que su apariencia pueda negar lo contrario, puede llevar un genio dentro de su ser.