Es un mundo teñido; primero por la quietud y el pensamiento interior, después por un rojo intenso, se abre un camino hasta el mar. Fundidos en un tiempo entre la leyenda y la realidad, entre el Mito y la Historia, los cuerpos de personas vivas y muertas se ven paralizados ante un paisaje evocador y bello. Hay una pulsión en cada imagen que deviene puro misterio mientras se narra cómo el Rubio rescató innumerables cuerpos del mar. Ahora, los habitantes de este territorio maldito les pueden llorar… Pero en su afán heroico, el Rubio fue a cazar al monstruo, que es la mar, que es el tiempo. Al que la luna roja da poder para cambiar los hechos. En su fracaso, hizo enfurecer al monstruo y ahora se alza vengativo, rugiendo.
Lúa vermella se basa en la sugerencia antes que en la afirmación, en la contemplación antes que en la acción y, por supuesto, en el poder de una imagen antes que en su utilidad narrativa. Ante la creciente sugestión palpable en cada plano de la nueva película de Lois Patiño, existe una contrapartida que invita a divagar y perderse en su composición, pues la película nos muestra un mundo más allá del conocido, en el que las presas que envenenan el agua se asemejan a monstruos rugientes y el mar esconde rocas petrificadas que inciden en la vida de los habitantes. Un mundo, a grandes rasgos, entre lo real y lo legendario, que contiene una serie de elementos fascinantes. Algunos completamente nuevos en el imaginario del gallego y otros ya tratados anteriormente en sus films. El recorrido previo del cineasta es algo importante a tener en cuenta para acercarse a Lúa vermella de manera que pueda comprenderse su intención. Patiño parece haber volcado toda su experimentación visual anterior en su nuevo film; desde la perspectiva de Montaña en sombra (2012) a los lejanos paisajes salpicados con pequeñas figuras humanas en Costa da Morte (2013), pasando por la imagen lumínica de la cascada en Estratos de la imagen (2014) y acabando con la quietud de las figuras en Fajr (2017) y la toma submarina de Sol Rojo (2018). Toda su búsqueda formal parece haber culminado, de cierta manera, en su segundo largometraje. Uno en el que la narrativa aparece con más peso, aunando elementos de la tradición gallega y los elementos expresivos e intelectuales que Patiño ha ido explorando a lo largo de su carrera —la inspiración de El Ángelus de Millet o los pensamientos de Gaston Bachelard, Gabriele D’Annunzio o Castelao tienen encuentro—.
La esencia del film está, sin duda, en la pictórica y la narrativa sinuosa que se fija en las manifestaciones del paisaje mientras las interacciones se suceden espaciadas y vagas. Las imágenes de personas quietas en determinados lugares que reflexionan acerca de lo que sucede en su pequeño pueblo sugieren un estancamiento espiritual. De esta premisa se deriva el auténtico ejercicio de condensación emocional que se ciñe a la potencia solemne de los planos fijos y los ‹travellings› prolongados y lentos. Lúa vermella se asemeja a algunas películas de los últimos años que utilizan una misma cadencia y reinventan el concepto del no-actor. Arraianos (2012) y la reciente Longa noite (2019) de su colega Eloy Enciso serían buenos puntos de encuentro. Pero mientras que Enciso se acerca al paisaje para centrarse en la psique del personaje y hablar de tema sociopolíticos y terrenos —de una manera similar a la que lo haría Pedro Costa, quién bebe a su vez de Straub— Patiño se inclina más por una contemplación del mismo paisaje que incide directamente en la evolución espiritual y metafísica de sus modelos. La diáfana imagen de Lúa vermella reúne una mezcla entre la dilatación espacial y la perspectiva casi bidimensional de algunos lugares para superponerlos a las personas y al mismo tiempo reúne capas de diferentes imágenes para crear nuevas escenas mezclando texturas, motivos y tipos de vídeo.
La película de Lois Patiño se teje mediante la transición continua de reclamos visuales que, por sí solos podrían manejar la narrativa —pero el director opta por añadir unos cuantos intertítulos que coordinan la historia, pero también la ensucian—, mientras que la inmovilidad de los seres humanos y el continuo devenir mutante del paisaje genera un auténtico ambiente mítico. Las meigas (únicos personajes que se mueven), la Santa Compaña y otros elementos de la mitología gallega aparecen, no para diseccionar la realidad en dos mundos (fantástico y real) sino para subrayar la intención de unión de los mismos. “En el mundo, la leyenda está viva” parece decírsenos ya desde el primer plano del film, en el que aparece una carta náutica llena de criaturas marinas. Unos monstruos que se tenían como ballenas y tiburones, antes y después de que se conociese su verdadera apariencia. Estas cartas son la definición perfecta de lo que Lúa vermella supone como obra cinematográfica, pues las formas irreales, imaginadas, de los peces y cetáceos no desean hacer una representación real, sino mostrar los peligros del mar y rescatar, mediante la libre asociación, una imagen simbólica. ¿Acaso esa forma de mirar hacia un mar enorme, que se cobra miles de vidas y al cual la luna influye de manera mística no es una seña de querer mirar más allá de lo aparente? La puesta en escena de Patiño opera igual, haciendo de la realidad un lienzo moldeable y ensoñador, capaz de abarcar historias imposibles con imágenes cotidianas envueltas en la textura de los cuentos. Porque Lúa vermella es un relato nocturno, de esos de antes de irse a dormir y volver a soñar con imágenes más allá de lo tangible.