La liminalidad, estado intermedio entre dos puntos. Una situación donde la comunión “espiritual” genérica entre sujetos sociales sobrepasa las especificidades de una estratificación. En resumen, un tránsito convertido en espacio. En Liminal, película de episodios realizada en torno a la liminalidad del sujeto, de la imagen y del sonido, cada cineasta explora y expone su visión particular de un tema diferente que se desarrolla según unas pautas similares: ausencia de concordancia entre la voz y la persona y aparición del sonido como guía de la imagen.
Pese la variedad de estilos que posee la cinta, Liminal goza de una solidez conceptual muy interesante. Philippe Grandrieux, Manuela de Laborde, Lav Diaz y Óscar Enríquez trabajan dentro de su estética habitual para mostrar su versión del tema tratado, sin que haya una conexión sustancial con los demás. Pero en realidad, el acierto de montar cada parte en un orden determinado consigue que se cree una simbiosis formal e incluso narrativa que va de lo abstracto a lo concreto y de lo oscuro a lo luminoso. El fragmento de Grandrieux, titulado La lumière, la lumiére (la luz, la luz) es, sin duda, el que más se aproxima a la perfección en cuanto a forma y fondo, ya que la liminalidad junto con el cuerpo físico en movimiento han sido los temas más explorados por el cineasta francés en toda su carrera y más concretamente en su “Trilogía de la inquietud”. Así pues, La lumière, la lumière resulta un paso lógico en su imagen que mezcla motivos de su última película, Unrest y la instalación multipantalla, The Scream. El resultado es una abrasiva y muy beckettiana formulación en tres actos en los que escuchamos a una narradora, vemos una modelo que baila, pinta y se agita en la oscuridad y finalmente comienza a convulsionar al son de Saturn Drive Duplex de Alan Vega y Marc Hurtado y Tangerine de Christophe y Alan Vega. Ella es el paradigma femenino que tanto interesa a Grandrieux y se muestra rodeada de oscuridad, tan solo está iluminada por un foco, mientras descubre su propia naturaleza entre espasmos, respiraciones agitadas y la epilepsia destructiva que convierten su carne en paisaje —al igual que sucedía en Unrest con la superposición de la imagen del cuerpo de la actriz y los cerezos en flor—.
El paisaje y la carne son temas de los que habla también Manuela de Laborde en su Azúcar y saliva y vapor. Contando con la música como guía y los sonidos digitales que se funden con los orgánicos, de Laborde propone una mirada también dividida en tres segmentos a la inanidad y sensualidad de la carne. Con tres planos que muestran escenas distintas: primero un ‹travelling› que enseña lo que parece el interior de un organismo vivo que vibra a cada rato, después una frondosa mata de hojas y plantas acuáticas en blanco y negro que se mecen en un plano fijo y finalmente una persona, una chica dibujando algo en el suelo que aparece en una imagen quieta en blanco y negro. El recorrido paulatino e interconectado de estas tres imágenes se relaciona con el estado abstracto y transitorio de lo liminal y consigue, con muy poco, generar una sensación muy potente.
The World is Cold es el título del fragmento de Lav Diaz, el director filipino más importante actualmente que posee una forma extrema y tremendamente radical en cuanto a la duración de sus planos. Y precisamente en esta pequeña obra, de apenas diez minutos, se demuestra cuán importante es la duración del plano en su estilo. En The World is Cold se pierde la pulsión típica de los espacios de Diaz y se sustituye la continua evolución de sus planos fijos por un torrente de imágenes que no viven lo suficiente como para configurarse en sí mismas. Un niño compositor y un artista que se ha quedado en blanco serán el objeto del estudio sonoro del filipino. Las voces irán desacompasadas mientras los silencios intentarán llenar el espacio de la música pero, desgraciadamente, la ausencia del aspecto contemplativo que hace a las películas de Diaz tan admirables conlleva a la pérdida de emoción y al “acelerado” devenir de unos hechos que necesitaban fraguarse.
La última de las partes es una reinterpretación de la resurrección de Lázaro que comienza con un plano de una mujer desnuda, ensangrentada y sin vida. La influencia pictórica de Marcel Duchamp y su ‹Étant donnés› intercambia la mirada ‹voyeurista› por la complicidad romántica de una amante que intenta sacar a la chica del descampado en el que, supuestamente, ha sido violada y asesinada. La quietud del inicio que se correspondería con la quietud de la muerte se verá truncada para mostrar a la protagonista andando ante una cámara inestable hacia una audición en la que será incapaz de cantar debido al ‹shock› de encontrar a su amante en tales condiciones. Huirá del lugar para intentar, una vez más, sacar de ahí el cuerpo inerte de la chica para terminar cantándole su canción y consiguiendo así que, milagrosamente, resucite. Lady Lazaro, de Óscar Enríquez, concluye con el poder resucitador del sonido, representando el motivo principal de todos los fragmentos y el acto concreto de ver y oír.
Liminal, en su conjunto, no es una genialidad. Es muy difícil que una película de encargo —pues el proyecto nace de una propuesta del FICUNAM—, una sugerencia a cuatro directores diferentes para que exploren un tema a partir del cine, consiga llegar a una estabilidad determinada. Como suele suceder en las películas de capítulos, existe una descompensación que tiende a priorizar unos trabajos sobre otros y esto puede verse en multitud de ejemplos, comenzando por Venice 70: Future Reloaded que cuenta con más de veinte cineastas. Pero, al igual que en Centro Histórico (Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Víctor Erice & Aki Kaurismäki, 2012), la totalidad heterogénea de Liminal se convertirse en algo positivo. En el abordaje desde distintos puntos de vista de un mismo tema, la visión múltiple de lo real se manifiesta como una cascada de originalidad en el discurso.