Hiroyuki Imaishi se ha convertido en uno de los directores de culto más prominentes y reconocidos de la animación televisiva japonesa. Al frente de varios proyectos de gran popularidad y co-creador del estudio Trigger, su animación frenética y su sentido de la espectacularidad y el desenfreno han creado un estilo reconocible en sus obras, del que su último largometraje, el que nos ocupa, es una nueva muestra.
La trama de Promare suena excéntrica de inicio. Una brigada especial de bomberos apagan fuegos, creados por una suerte de antorchas humanas generadas por una extraña mutación. Uno de ellos, Galo Thymos, es el protagonista de esta película: un joven espabilado pero presuntuoso, extravagante y lleno de energía que parece hablar siempre frente a una multitud de admiradores. Sus enemigos, los llamados Mad Burnish liderados por el misterioso Lio Fotia, y las autoridades de un gobierno con intenciones oscuras completan un cuadro argumental que, en realidad, ofrece un puro desarrollo clásico escondido entre el absurdo y el griterío.
Y es que la obra de Imaishi en realidad viene a ser una historia de descubrimiento personal para Galo mientras se desmorona todo el ‹statu quo› que tiene montado en la cabeza y descubre que su verdadero enemigo no es Lio, sino aquellos que le encumbraron y le instrumentalizaron como héroe en primer lugar. Lo que se inicia como una rivalidad entre enemigos declarados se reconduce a una deriva claramente antiautoritaria, que se desarrolla, como no podría ser de otra manera, en una batalla de proporciones épicas por el destino del planeta.
De hecho, en la relación entre Lio y Galo, con su progresivo acercamiento de posturas y la comprensión real del problema de los burnish, está sin duda la sección narrativa más sólida y emocionante, a un nivel más allá del puro espectáculo visual, de la obra. El resto carece de esa capacidad de generar empatía a través de sus personajes, pero desafía esa carencia llevando al extremo la estilización y el bombardeo frenético de imagen y movimiento.
Si lo logra o no es bastante debatible y mi opinión está muy dividida. Por un lado, sí disfruto de esta pura escalada de colorido y animaciones frenéticas, con diseños caricaturizados y elásticos y coreografías delirantes. Es una forma de utilizar el medio que me gana por puro exceso e intención de hacer un espectáculo de cada fotograma, como me sucedió con Redline de Takeshi Koike. Pero, al contrario que en aquella, hay aspectos esenciales de esta estilización extrema con los que no comulgo y que desembocan en que, a este nivel, la cinta no deje de desinflarse a medida que avanza.
Porque lo que comienza como un disfrute loquísimo se asemeja más y más a un caballo desbocado que simplemente repite y maximiza ideas, que satura y no sorprende, que me hace desear que el frenesí termine de una vez y vuelva la calma de un buen diálogo con su plano/contraplano sencillo y sus conflictos reconocibles sin el ruido de fondo. Y es que, en ese sentido, no puedo dejar de ver esta película como una reafirmación excesiva de un estilo que ya lo es por norma, y que no se mide en absoluto porque consiste en soltarlo todo sin restricciones.
Sumado a eso está la sensación constante cuando veo una obra del estudio Trigger de que debe demasiado a sus referencias, tanto las propias como las ajenas y que recupera una y otra vez temas que ya huelen, en una suerte de ‹rule of cool› constante de la que yo personalmente me siento alejado porque no encaja con mis gustos. Particularmente en la forma de ser de Galo, con esa pasión ardiente (irónicamente, como bien se empeña en machacarnos la cinta) tan característica suya, pero también en ese universo de cosas que de tan recurridas se hacen ya viejas y cascadas y que por momentos parecen la sublimación de todo aquello que le viene a uno a la cabeza cuando piensa en “anime” y en “ida de olla”.
Promare me gusta, con todo. Me gusta a pesar de que sus excesos me mosquean, también a pesar de su pobre construcción de personajes más allá del dúo principal y tal vez el villano final, o incluso de que Galo, sin ser un mal personaje, me llegue a cargar mucho con esa personalidad tan marcadamente apasionada y exhibicionista. Es complicado explicar el motivo, porque lo veo como una cuestión de grado e intensidad. Lo que me alucina en un momento me satura en otro, lo que me genera complicidad y empatía básica me hace fruncir el ceño por su simpleza en otra escena. Es una irregularidad que me saca y me mete constantemente y que genera esta situación paradójica, en la que las impresiones negativas tienen un peso muy importante en una balanza que, pese a todo, se inclina claramente hacia el lado positivo.