La primera secuencia de Vinyan, con la que abren los títulos de crédito antes de que podamos ver rostro humano alguno, bien podría servir a modo de glosa —aunque en realidad sea un acertado prólogo— de lo que supone el segundo largometraje del belga tras Calvario. En ella, un baño espumoso en las aguas de una playa, transforma la docilidad de las burbujas en un maremágnum rojizo y efervescente que Du Welz violenta a través de la estridencia sonora. La imagen se convierte desde ese momento en parapeto de un cine que surge precisamente en Vinyan a partir de la misma: la inocente estampa de unos niños disfrutando de un baño a orillas del mar, deviene en obsesiva búsqueda por alcanzar aquello que se termina revelando en ilusión, o más bien en tenebroso recoveco de una psique que ya no contempla vías alternativas, y que recoge en la (por momentos) absorta mirada de Jeanne su sino, que no será otro que una descomposición imperceptible, en ocasiones sustraída de un comportamiento volátil, a veces anclado en una percepción que no acepta otro objetivo: hasta un furtivo instante de deseo deriva en la focalización de ese recuerdo que ahora es pérdida.
Es a partir de esa imagen que se fagocita y reconstruye constantemente en los confines de la razón, confundiendo incluso la realidad con una difusa proyección que Jeanne percibe al ver a un infante —aunque no sea ese anhelo que persigue con ferocidad, su hijo Joshua—, como Fabrice Du Welz cimienta un ejercicio de género que, si bien encuentra en la faceta psicológica un bastión desde el que explorar las cualidades de un cine matizado mediante su (densa) atmósfera, no elude en ningún momento esa raigambre a través de la que hacer converger un en ocasiones cruento tono que se predispone en torno a la naturaleza de un universo inclemente.
Lejos de lo que pudiera parecer, no es el escenario el que predispone esa travesía a los abismos, y es que el paraje (y las condiciones climatológicas que lo azotan) no subordina el viaje emprendido por los Bellmer en busca de algún indicio. Es, de hecho, la cámara del belga —gracias a la excelsa labor fotográfica de Benoît Debie, un habitual en el cine de Gaspar Noé y los últimos trabajos de Harmony Korine— la que se encarga de despojar esos espacios de su capacidad amenazante, hecho rubricado por un plano cenital en el que el cineasta se acerca al vacío mientras los protagonistas se adentran a un templo en ruinas; aquello que pudiera resultar inquietante para ambos al encontrarse en un territorio inhóspito, queda literalmente vinculado a la esencia de Vinyan como estado, un estado que se traslada más allá de esa abstracción a la que se verá sujeta Jeanne, y que el autor de Alleluia realza a través de la citada fotografía, tanto dotando de un grano muy particular a la imagen, como recubriendo de un inusitado tenebrismo —que se volverá a personar en otra ensoñación, en esta ocasión mediante la mirada de Paul, el marido de Jeanne— la llegada de la pareja a uno de los lugares a explorar.
El poder visual de Vinyan, sin embargo, también se percibe en el manejo de sus planos, pues Du Welz es capaz de trasladar esa inquietud que rodea a los protagonistas —especialmente a ella— a un empleo de la cámara muy concreto, acotando el cuadro y logrando retratar susodicha sensación mediante la acertada inclusión de la cámara en mano. Todo ello acompañado de una sonorización que se antoja esencial en el trabajo del belga, tanto en una banda sonora que se antoja medida al detalle, como gracias a un uso muy específico de los sonidos que componen cada uno de los escenarios.
La imagen se antoja, pues, un tótem para el cine de Fabrice Du Welz, ya no solamente por las virtudes que atesora el trabajo de Debie, sino por la versatilidad con que demuestra saber trabajar el cineasta. Sin esa cualidad no se comprende una labor actoral que incluso llega a mutar en determinados momentos a partir de esa predilección por lo visual —como esa escena donde un Rufus Sewell fuera de sí confronta las llamas a gritos, o la a ratos abstraída mirada de Jeanne; ocasiones en las que ambos personajes casi parecen anexionarse al ideario “Zulawskiano”—, dotando al film de un carácter muy determinado.
La idea del viaje como revelación, se ve subvertida mediante una degeneración que no se antoja tanto física —que también, debido a las condiciones que termina tomando esa epopeya decadente—, y alcanza en su estado (mental) un cénit que sólo las, en ocasiones, desbordantes estampas del cine de Du Welz podrían definir tan bien, llevándonos de un extremo —apelando, de paso, al espíritu más “Romeriano” en una representación implacable— a otro —el rostro alienado, de nuevo, de una Emmanuelle Béart que recoge a cada momento la esencia del personaje— para terminar revelando un cine, sí, quizá imperfecto —en esa transición física desde el horror en ocasiones un tanto abrupta—, pero al mismo tiempo tan turbulento como desbordante.
Larga vida a la nueva carne.