El cuarto largometraje del director sudafricano Oliver Hermanus adapta una novela autobiográfica del mismo nombre escrita por André Carl de Merwe. Ambientada a principios de los 80, en plena efervescencia del apartheid y en el contexto de una guerra contra Angola, la película narra la brutal represión y persecución de la homosexualidad en esa época, aún más acentuada al encontrarse en un contexto militar. Su título, Moffie, alude al calificativo peyorativo con el que la sociedad sudafricana se refería a los homosexuales, funcionando en parte como denuncia y en parte como reapropiación de un término que ha hecho mucho daño a la comunidad gay en ese país.
El protagonista es un chico homosexual que es llamado a filas para ingresar a las Fuerzas de Defensa de Sudáfrica. Nicholas se ve distinto a los demás, no participa a gusto de las barbaridades que cometen los otros soldados y le cuesta encajar en el ambiente racista, sexista y homófobo. Para más inri, arrastra el recuerdo de un episodio horrible y vergonzoso de su infancia en el que fue expulsado de una piscina por mirar a un hombre en la ducha. Sorprendentemente, se adapta rápido a su nueva situación y muy pronto se gana la simpatía de los otros soldados creando una imagen adulterada de sí mismo, e indulgiendo en los excesos pandilleros y la violencia de su odio. Sin embargo, paradójicamente Nicholas conoce allí a un soldado con quien entabla una relación a escondidas. Bajo la amenaza siempre constante de ser llevados al temido Pabellón Psiquiátrico 22 si les pillan, el joven soldado redescubre su sexualidad, brutalmente reprimida, que brota con fuerza y decisión a pesar de los riesgos.
De hecho, si algo caracteriza a Moffie es una cierta ironía trágica. De todos los lugares y momentos donde podía surgir el romance entre Nicholas y Dylan, surge en el más peligroso y asfixiante, sabiendo ambos lo que podría suceder si alguien les viese y todavía más conociendo el destino de otros soldados del pelotón. Sin embargo, cuando están juntos y solos se siente como un oasis. Como si el resto del mundo no existiese: el riesgo se transforma en aventura y la aventura se transforma en refugio, una forma de huir de una rutina despreciable mientras ambos mantienen una imagen radicalmente opuesta entre sus compañeros. Todo hasta que Dylan es enviado al Pabellón 22, donde será sometido a torturas de reconversión mientras Nicholas busca desesperadamente una pista sobre su paradero.
Por otro lado, pese a centrarse primariamente en la represión de la identidad sexual a través de su protagonista, la película también pasa de frente por las barbaries racistas del apartheid. Y lo hace además dando a Nicholas una doble condición de privilegiado y perseguido, alguien que nunca había visto estas situaciones con sus propios ojos porque vive en una burbuja rodeado de personas blancas. Esto no es en modo alguno una intención de señalar al protagonista, pero sí nos recuerda que un régimen represivo aísla y estratifica, y que darse cuenta en toda su magnitud de los horrores de la sociedad en la que vive forma parte también de su crecimiento como persona y la aceptación plena de su identidad en un entorno que la ahoga y le obliga a formar parte de las dinámicas de represión violenta para sobrevivir.
La película es brutal y descarnada en ocasiones, enervante y difícil de digerir en su mayor parte, y llena de tensión. Pero al mismo tiempo es una crítica feroz y una reivindicación orgullosa a través de su testimonio del sufrimiento de la comunidad LGTB en Sudáfrica, en la que el espectador siente el desarrollo de su protagonista como una victoria frente a todo lo que le rodea. [Spoiler] Curiosamente, de hecho, la cinta acaba bien. La guerra ha terminado, Dylan volvió de su encierro y Nicholas es ahora un soldado hecho y derecho que su familia exhibe con orgullo. Incluso pueden reencontrarse y vivir su amor con una mayor sensación de libertad. Sin embargo, esa última escena sigue sucediendo a escondidas, en un paraje abierto, sí, pero desierto, porque el riesgo no se ha volatilizado en una sociedad altamente represiva y prejuiciosa, solamente ha disminuido su inmediatez. Así pues, en este final feliz hay aún una nota amarga de denuncia que persiste y que incide en el carácter dual de la cinta. [/spoiler]
Sin duda, Moffie es una experiencia sincera y clarificadora, y no solamente por la naturaleza autobiográfica del texto original, ya que bebe también de los recuerdos personales de Oliver Hermanus. Únicamente una cierta insistencia en una estructura narrativa demasiado convencional hace que pierda algo de fuelle en su segunda mitad, y aún así sigue siendo una muy buena película sobre un tema aún incrustado en la memoria colectiva sudafricana, que marcó a toda una generación en su país y que, lamentablemente, a día de hoy todavía resuena con mucha fuerza.